El maná de cada día, 26.10.11

octubre 26, 2011

Esforzaos en entrar por la puerta estrecha

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Miércoles de la 30ª semana del

Tiempo Ordinario
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Primera lectura: Romanos 8, 26-30

El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios. Sabemos también que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien: a los que ha llamado conforme a su designio. A los que había escogido, Dios los predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.
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Salmo 12, 4-5.6

R/. Yo confío, Señor, en tu misericordia

Atiende y respóndeme, Señor, Dios mío; da luz a mis ojos para que no me duerma en la muerte, para que no diga mi enemigo: «Le he podido», ni se alegre mi adversario de mi fracaso.

Porque yo confío en tu misericordia: alegra mi corazón con tu auxilio, y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho.
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Evangelio: Lucas 13, 22-30

En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas enseñando.
Uno le preguntó: «Señor, ¿serán pocos los que se salven?»

Jesús les dijo: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: «Señor, ábrenos»; y él os replicará: «No sé quiénes sois.» Entonces comenzaréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas.» Pero él os replicará: «No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados.» Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abrahán, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos.»
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LO ENTENDERÁS MÁS TARDE

— Estamos en las manos de Dios. Todo los acontecimientos que Él manda o permite tienen su significado y están dirigidos a nuestro provecho.

— El sentido de nuestra filiación divina. Omnia in bonum!, todo es para bien.

— La confianza en Dios no nos lleva a la pasividad, sino a poner los medios a nuestro alcance.

I. La última noche que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó1. San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa: ¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo, Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.

Lo que Yo hago no lo entiendes ahora… También a nosotros nos ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a veces los acontecimientos que el Señor permite: el dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del puesto de trabajo, la muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos de la vida… Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad a corto plazo. Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que, sin embargo, aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia amorosa? ¿Solo vamos a confiar en Él cuando los acontecimientos nos parezcan humanamente aceptables? Estamos en sus manos, y en ningún otro sitio podíamos estar mejor. Un día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos, y veremos la mano providente de Dios en todo, hasta en lo más insignificante.

Si ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos discernir, ante la injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de Jesús que nos dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo entenderás más tarde, entonces no habrá lugar para el resentimiento o la tristeza. «Porque todo cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la salvación del hombre y su plena realización en la gloria; si lo que ocurre es bueno, Dios lo quiere; si es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la libertad del hombre y el orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder sacar bien y provecho para el alma incluso del mal»2. Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.

II. En una de las lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los primeros cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in bonum… Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios3. «¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?… ¿No ves que lo quiere tu Padre-Dios…, y Él es bueno…, y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?»4. El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros deseamos y queremos porque no vemos más lejos. Esto nos lleva a vivir con serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones.

Por eso seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles: Descargad sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros5. No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: Él jamás se equivoca. En la vida humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et fortiter6, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa, a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho (de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y experimentados»7. La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor cercanía de Dios.

Por eso, en la medida en que nos sentimos hijos de Dios, la vida se convierte en una continua acción de gracias. Incluso detrás de lo que humanamente parece una catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una caricia de Dios», que nos mueve a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en medio de una enfermedad dolorosa o al tener noticia de un acontecimiento lleno de pesar. Así reaccionaron los santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante la desgracias de esta vida. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para acercarnos a la perfección»8.

III. El abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad, que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad, además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo, pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar la medicina que nos indiquen… Y la injusticia, la desigualdad social, la penuria de tantos… nos llevarán a los cristianos, junto a otros hombres de buena voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más aptas, y lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de tantas gentes… Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida confianza en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y la necesidad en cualquiera de las formas que se presente.

Dios es nuestro Padre y cuida amorosamente de nosotros, pero cuenta con la inteligencia y el buen sentido de sus hijos para seguir en el camino por el que Él nos quiere llevar, y también con el amor fraterno para actuar a través de nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos ha dado unos talentos para ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos aun cuando al poner los medios que el caso requería nos parece que hemos fracasado, que no han dado el resultado esperado. El Señor santifica los «fracasos» que se originan después de haber puesto los medios que parecían oportunos, pero no bendice las omisiones, pues nos trata como a hijos inteligentes, de quienes espera que pongan en juego los remedios adecuados.

Apliquemos en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, omnia in bonum! todo será para bien. Los resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a amar más a Dios, nunca a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina encontraremos la protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto, no hayáis miedo que os falte nada»9, escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto al Señor se ganan todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se pierdan.

1 Jn 13, 4 ss. — 2 F. Suárez, Después, p. 208. — 3 Primera lectura. Año I. Rom 8, 28. — 4 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 929. — 5 1 Pdr 5, 8. — 6 Sab 8, 1. — 7 San Agustín, Sobre la conversión y la gracia, 30. — 8 San Josemaría Escrivá, o. c., n. 609. — 9 Santa Teresa,Fundaciones, 27, 12.

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Discurso del Papa a los nuevos evangelizadores

octubre 25, 2011

La pregunta que el Señor dirige a los cristianos: “¿A quién mandaré y quién irá por mí?”

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«El mundo de hoy necesita personas que hablen a Dios para poder hablar de Dios»

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CIUDAD DEL VATICANO, lunes 17 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación ofrecemos el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió a los nuevos evangelizadores al recibirlos en audiencia el pasado sábado.

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Señores Cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

¡Queridos amigos!

He acogido con alegría la invitación del presidente del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización para estar hoy con vosotros, esta tarde al menos un breve momento y sobre todo mañana en la celebración eucarística. Agradezco a monseñor Fisichella las palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre, y me alegro de ver que sois muy numerosos. Sé que estáis en representación de muchos otros que, como vosotros, se comprometen en la difícil tarea de la nueva evangelización. Saludo a todos los que están siguiendo el evento a través de los medios de comunicación que permiten a muchos nuevos evangelizadores estar conectados al mismo tiempo, aunque estén dispersos por las distintas partes del mundo.

Habéis elegido como lema para vuestra reflexión de hoy la expresión: “La Palabra de Dios crece y se multiplica”. Muchas veces el evangelista Lucas usa esta fórmula en el libro de los Hechos de los Apóstoles; en distintas situaciones, él afirma, de hecho, que “la Palabra de Dios crecía y se multiplicaba” (cfr Hch 6,7; 12,24). Pero en el tema de esta jornada vosotros habéis modificado el tiempo de los dos verbos para evidenciar un aspecto importante de la fe: la certeza consciente de que la Palabra de Dios está siempre viva, en todos los momentos de la historia, hasta nuestros días, porque la Iglesia la actualiza a través de su fiel transmisión, la celebración de los Sacramentos y el testimonio de los creyentes. Por esto nuestra historia está en continuidad con la de la primera Comunidad Cristiana, vive con el mismo espíritu.

¿Pero qué terreno encuentra la Palabra de Dios? Como entonces, también hoy encuentra cierre y rechazo, modos de pensar y de vivir que están lejos de la búsqueda de Dios y de la verdad. El hombre contemporáneo está, a menudo, confuso y no consigue encontrar respuestas a tantas preguntas que agitan su mente con respecto al sentido de la vida y a las cuestiones que alberga en lo profundo de su corazón. El hombre no puede eludir estas preguntas que afectan al significado de sí mismo y de la realidad, ¡no puede vivir en una sola dimensión! Sin embargo, no por casualidad, es alejado de la búsqueda de los esencial de la vida, mientras que se le propone una felicidad efímera, que lo contenta sólo un instante, pero que deja, enseguida, tristeza e insatisfacción.

Sin embargo, a pesar de esta condición del hombre contemporáneo, podemos todavía afirmar con certeza, como en los comienzos del cristianismo, que la Palabra de Dios continúa creciendo y difundiéndose. ¿Por qué? Querría destacar, al menos, tres motivos. El primero es que la fuerza de la Palabra no depende, en primer lugar, de nuestra acción, de nuestros medios, de nuestro “hacer”, sino de Dios, que esconde su poder bajo los signos de la debilidad, que se hace presente en la brisa ligera de la mañana (cfr 1Re 19,12), que se revela en el leño de la Cruz. ¡Debemos creer siempre en el humilde poder de la Palabra de Dios y dejar que Dios actúe!

El segundo motivo es que la semilla de la Palabra, como narra la parábola evangélica del Sembrador, cae también hoy en un terreno bueno que la acoge y produce fruto (cfr Mt 13,3-9). Y los nuevos evangelizadores son parte de este campo que permite al Evangelio crecer en abundancia y transformar la propia vida y la de los demás.

En el mundo, aunque el mal hace más ruido, continúa existiendo un terreno bueno. El tercer motivo es que el anuncio del Evangelio ha llegado efectivamente a los confines del mundo e, incluso en medio de la indiferencia, incomprensión y persecución, muchos continúan, aún hoy, con valentía, abriendo el corazón y la mente para acoger la invitación de Cristo a encontrarlo y convertirse en sus discípulos. No hacen ruido, pero son como el grano de mostaza que se convierte en árbol, la levadura que fermenta la masa, el grano de trigo que se destruye para crear la espiga. Todo esto, si por un lado da consuelo y esperanza porque muestra un incesante fermento misionero que anima a la Iglesia, por el otro debe colmar a todos de un renovado sentido de responsabilidad con la Palabra de Dios y la difusión del Evangelio.

El Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización, que instituí el pasado año, es un instrumento precioso para identificar las grandes cuestiones que se mueven en los diversos sectores de la sociedad y de la cultura contemporánea. Está llamado a ofrecer una ayuda particular a la Iglesia en su misión y sobre todo en aquellos países de antigua tradición cristiana que parecen ser indiferentes, si no hostiles a la Palabra de Dios. El mundo de hoy necesita personas que anuncien y testimonien que Cristo nos enseña el arte de vivir, el camino de la verdadera felicidad, porque es Él mismo el camino de la vida; personas que miran, antes que nada, fijamente a Jesús, el Hijo de Dios: la palabra del anuncio debe estar inmersa en una relación intensa con Él, en un intensa vida de oración.

El mundo de hoy necesita personas que hablen aDios para poder hablar de Dios. Y debemos también recordar que Jesús no ha redimido al mundo con palabras bellas o medios vistosos, sino con el sufrimiento y la muerte. La ley del grano de trigo que muere en la tierra sirve hoy también; no podemos dar vida a los demás, sin dar nuestra vida: “Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará”, nos dice el Señor (Mc 8,35). Viéndoos a todos vosotros y conociendo el gran compromiso que cada uno ponéis al servicio de la misión, estoy convencido de que los nuevos evangelizadores se multiplicarán cada vez más para dar vida a una verdadera transformación que el mundo actual necesita. Sólo a través de los hombres y de las mujeres impregnados de la presencia de Dios, la Palabra de Dios continuará su camino en el mundo llevando sus frutos.

Queridos amigos, ser evangelizadores no es un privilegio, sino un compromiso que viene de la fe. A la pregunta que el Señor dirige a los cristianos: “¿A quién mandaré y quién irá por mí?” respondéis con el mismo coraje y la misma confianza que el Profeta: “Heme aquí: envíame” (Is 6,8). Os pido que os dejéis impregnar de la gracia de Dios y que correspondáis dócilmente a la acción del Espíritu del Resucitado.

Sed signos de esperanza, capaces de mirar al futuro con la seguridad que proviene del Señor Jesús, que ha vencido a la muerte y nos ha dado vida eterna. Comunicad a todos la alegría de la fe con el entusiasmo que proviene del estar movidos por el Espíritu Santo, porque Él hace nuevas todas las cosas (cf. Ap 21.5), confiando en la promesa hecha por Jesús a la Iglesia: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).

Al final de esta jornada pidamos también la protección de la Virgen María, Estrella de la nueva evangelización, mientras que de corazón os acompaño a cada uno de vosotros y vuestro compromiso con la Bendición Apostólica. Gracias.

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El maná de cada día, 25.10.11

octubre 25, 2011

Con poca levadura se fermenta toda la masa

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Martes de la 30ª semana del

Tiempo Ordinario
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Primera lectura: Romanos 8,18-25

Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un dia se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia.
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Salmo 125,1-2ab.2cd-3.4-5.6

R/. El Señor ha estado grande con nosotros.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos.» El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte, como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.
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Evangelio: Lucas 13,18-21

En aquel tiempo, decía Jesús: «¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas.»

Y añadió: «¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.»
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LA MANIFESTACIÓN DE LOS HIJOS DE DIOS

— El sentido de nuestra filiación divina.

— Hijos en el Hijo.

— Consecuencias de la filiación divina.

I. En el Salmo II  leemos estas palabras, que se aplican al Mesías en primer término: A mí me ha dicho el Señor: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy1. Desde la eternidad, el Padre engendra al Hijo, y todo el ser de la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima consiste en la filiación, en ser Hijo. El hoy del que nos habla el Salmo significa un siempre continuo, eterno, por el que el Padre da el ser a su Unigénito2.

Para que exista una filiación, en el sentido preciso de la palabra, se requiere igualdad de naturaleza3. Por eso, solo Jesucristo es el Unigénito del Padre. En sentido amplio puede decirse que todas las criaturas, especialmente las espirituales, son hijas de Dios, aunque con una filiación muy imperfecta, pues su semejanza con el Creador no es, de ningún modo, identidad de naturaleza.

Sin embargo, con el Bautismo se produjo en nuestra alma una regeneración, un nuevo nacimiento, una elevación sobrenatural, que nos hizo partícipes de la naturaleza divina. Esta elevación sobrenatural dio origen a una filiación divina inmensamente superior a la filiación humana propia de cada criatura. San Juan, en el prólogo de su Evangelio, nos enseña que a cuantos le recibieron (a Cristo) dioles poder para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios4. «El Hijo de Dios se hizo hombre –explica San Atanasio– para que los hijos del hombre, los hijos de Adán, se hicieran hijos de Dios (…). Él es el Hijo de Dios por naturaleza; nosotros, por gracia»5.

La filiación divina ocupa un lugar central en el mensaje de Jesucristo y es una enseñanza continua en la predicación de la Buena Nueva cristiana, como signo elocuentísimo del amor de Dios por los hombres. Ved qué amor nos ha mostrado el Padre -escribe San Juan-, que ha querido que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos6. Esta condición de hijos, aunque tendrá su plenitud en el Cielo, es en esta vida una realidad gozosa y esperanzada. Ahora, como nos dice San Pablo en una de las lecturas para la Misa de hoy, la creación anhela la manifestación de los hijos de Dios… y sufre toda ella dolores de parto hasta el momento presente. Y no solo ella, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos…7. El Apóstol se refiere a la plenitud de esa adopción, pues ya aquí en la tierra hemos sido constituidos hijos de Dios, nuestra mayor gloria y el más grande de los títulos: de manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como hijo, también heredero8.

Las palabras que desde la eternidad aplica el Padre a su Unigénito, nos las apropia ahora a nosotros. A cada uno nos dice: Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy. Este hoy es nuestra vida terrena, pues Dios nos da cada día este nuevo ser. «Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con Él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada»9.

II. Tú eres mi hijo…

El Señor habló constantemente de esta realidad a sus discípulos. Unas veces directamente, enseñándoles a dirigirse a Dios como Padre10, señalándoles la santidad como imitación filial del Padre11…; y también por medio de numerosas parábolas, en las que Dios es representado por la figura del padre12.

La filiación divina no consiste solo en que Dios haya querido tratarnos como un padre a sus hijos y que nosotros nos dirijamos a Él con la confianza de los hijos. No es un simple grado mayor en la línea de esas filiaciones que en sentido amplio tienen todas las criaturas respecto a Dios, según su mayor o menor semejanza con el Creador. Esto ya sería un inmenso don, pero el amor de Dios ha llegado mucho más lejos, haciéndonos realmente hijos suyos. Mientras aquellas filiaciones son en realidad modos de expresión, nuestra filiación divina lo es en sentido estricto, aunque nunca será como la filiación de Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios. Para el hombre no puede haber nada más grande, impensable e inalcanzable que esta relación filial13.

La nuestra es una participación de la plena filiación exclusiva y constitutiva de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. De esta «filiación natural –explica Santo Tomás– se deriva a muchos la filiación por cierta semejanza y participación»14. Es a partir de esta filiación como entramos en intimidad con la Trinidad Santa, es una verdadera participación de la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En lo que se refiere a nuestra relación con las divinas Personas, puede decirse que somos hijos del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo15. «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo»16. «Al salir de las aguas de la sagrada fuente, cada cristiano vuelve a escuchar la voz que un día fue oída a orillas del río Jordán: Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco (Lc 3, 22); y entiende que ha sido asociado a su Hijo predilecto, llegando a ser hijo adoptivo (Gal 4, 4-7) y hermano de Cristo»17.

La filiación divina ha de estar presente en todos los momentos del día, pero se ha de poner especialmente de manifiesto si alguna vez sentimos con más fuerza la dureza de la vida. «Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades.

»Pero, ¿me has vuelto a olvidar que Dios es tu Padre?: omnipotente, infinitamente sabio, misericordioso. Él no puede enviarte nada malo. Eso que te preocupa, te conviene, aunque los ojos tuyos de carne estén ahora ciegos.

»Omnia in bonum! ¡Señor, que otra vez y siempre se cumpla tu sapientísima Voluntad!»18.

III. La filiación divina no es un aspecto más, entre otros, del ser cristianos: de algún modo abarca todos los demás. No es propiamente una virtud que tenga sus actos particulares, sino una condición permanente del bautizado que vive su vocación. La piedad que nace de esta nueva condición del hombre que sigue los pasos de Cristo «es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos»19. Si atendemos al designio divino, podemos decir que todos los dones y gracias nos han sido dados para constituirnos en hijos de Dios, en imitadores del Hijo hasta llegar a ser alter Christus, ipse Christus20. Cada vez hemos de parecernos más a Él. Nuestra vida debe reflejar la suya. Por eso, la filiación divina debe ser muy frecuentemente motivo de nuestra oración y de nuestra consideración; así nuestra alma se llenará de paz en medio de las mayores tentaciones o contradicciones, pues viviremos abandonados en las manos de Dios. Un abandono que no nos eximirá del empeño por mejorar, ni de poner todos los medios humanos a nuestro alcance cuando surjan la enfermedad, la penuria económica, la soledad… La vida de los santos, aun en medio de muchas pruebas, estuvo siempre llena de alegría, como debe estar colmada la nuestra.

La filiación divina es también fundamento de la fraternidad cristiana, que está muy por encima del vínculo de solidaridad que existe entre los hombres. En los demás hemos de ver a hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, llamados a un destino sobrenatural. De esta manera nos será fácil prestarles esas pequeñas ayudas diarias que todos necesitamos unos de otros, y, sobre todo, les facilitaremos siempre el camino que lleva al Padre común.

Nuestra Madre Santa María nos enseñará a saborear esas palabras del Salmo II, que leíamos al comienzo de la meditación, como dirigidas a cada uno de nosotros:Tú eres mi hijo; Yo te he engendrado hoy.

1 Sal 2, 7. — 2 Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general 16-X-1985. — 3 Cfr. Santo Tomás, Suma Teológica, 3, q. 32, a. 3 c. — 4 Jn 1, 12-13. — 5 San Atanasio, De Incarnatione contra arrianos, 8. — 6 1 Jn 3, 1. — 7 Rom 8, 19-23. — 8 Gal 4, 7. — 9 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 185. — 10 Cfr. Mt 6, 9. — 11 Cfr. Mt 5, 48. — 12 Cfr. J. Bauer, Diccionario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1967, voz Filiación, cols. 407-412. — 13 Cfr. Mª C. Calzona, Filiación divina y cristiana en el mundo, en La misión del laico en la Iglesia y en el mundo, EUNSA Pamplona 1987, p. 301. — 14 Santo Tomás, Comentario al Evangelio de San Juan, 1, 8. — 15 Cfr. F. Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, EUNSA, Pamplona 1972, p. 98. — 16 Juan Pablo II, Homilía 23-III-1980. — 17ídem Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988, 11 — 18 San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IX, n. 4. — 19 Ídem, Amigos de Dios, 146. — 20 Cfr. ídem Es Cristo que pasa, 96.

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25 frases de la “Porta fidei” de Benedicto XVI anunciando el Año de la Fe 2012-2013

octubre 24, 2011

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Carta apostólica en forma de Motu proprio Porta fidei del Sumo Pontífice Benedicto XVI con la que se convoca el Año de la fe

1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida

La necesidad de la fe ayer, hoy y siempre

2.- Profesar la fe en la Trinidad –Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor (cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a través de os siglos en la espera del retorno glorioso del Señor.

3.- Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal, sino que incluso con frecuencia es negado. Mientras que en el pasado era posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas.

3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4, 14).

4.- Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de modo definitivo a la salvación.

Vigencia y valor del Concilio Vaticano II

5- Las enseñanzas del Concilio Vaticano II, según las palabras del beato Juan Pablo II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza». Yo también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».

La renovación de la Iglesia es cuestión de fe

6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó.

7.- En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados (cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva vida.

La fe crece creyendo

8. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso, también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe.

9.- La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».

Profesar, celebrar y testimoniar la fe públicamente

10.- Redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año.

11.- El cristiano no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la responsabilidad social de lo que se cree.

12.- No podemos olvidar que muchas personas en nuestro contexto cultural, aún no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece siempre.

La utilidad del Catecismo de la Iglesia Católica

13. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II.

14.- Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica.

15.- En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración.

16. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro contexto cultural.

17.- Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede, redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a creer y evangelizar.

18.- La fe está sometida más que en el pasado a una serie de interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy, reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad.

Recorrer y reactualizar la historia de la fe

19. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos.

20.- Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación.

No hay fe sin caridad, no hay caridad sin fe

21.-. El Año de la fe será también una buena oportunidad para intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen a los cristianos—, el apóstol Santiago dice:  «¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de vosotros les dice: «Id en paz, abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe»» (St 2, 14-18).

22.- La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido, como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer, porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado es compañera de vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de la presencia de Cristo resucitado en el mundo.

Lo que el mundo necesita son testigos de la fe

23.- Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin.

24.- «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero.

25.- Las palabras del apóstol Pedro proyectan un último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad. Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf.Col 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia, comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la reconciliación definitiva con el Padre.

Ecclesia Digital


El maná de cada día, 24.10.11

octubre 24, 2011

Nuestro Dios es un Dios que salva

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Lunes de la 30ª semana

del Tiempo Ordinario
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Primera lectura: Romanos 8, 12-17

Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.
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Salmo 67, 2.4.6-7ab.20-21

R/. Nuestro Dios es un Dios que salva.

Se levanta Dios, y se dispersan sus enemigos, huyen de su presencia los que lo odian. En cambio, los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría.

Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece.

Bendito el Señor cada día, Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación.Nuestro Dios es un Dios que salva, el Señor Dios nos hace escapar de la muerte.
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Evangelio: Lucas 13, 10-17

Un sábado, enseñaba Jesús en una sinagoga. Había una mujer que desde hacía dieciocho años estaba enferma por causa de un espíritu, y andaba encorvada, sin poderse enderezar.

Al verla, Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad.» Le impuso las manos, y en seguida se puso derecha. Y glorificaba a Dios.

Pero el jefe de la sinagoga, indignado porque Jesús había curado en sábado, dijo a la gente: «Seis días tenéis para trabajar; venid esos días a que os curen, y no los sábados.»

Pero el Señor, dirigiéndose a él, dijo: «Hipócritas: cualquiera de vosotros, ¿no desata del pesebre al buey o al burro y lo lleva a abrevar, aunque sea sábado? Y a ésta, que es hija de Abrahán, y que Satanás ha tenido atada dieciocho años, ¿no había que soltarla en sábado?»

A estas palabras, sus enemigos quedaron abochornados, y toda la gente se alegraba de los milagros que hacía.
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MIRAR AL CIELO

— La mujer encorvada y la misericordia de Jesús.

— Lo que nos impide mirar al Cielo.

— Solo en Dios comprendemos la verdadera realidad de la propia vida y de todo lo creado.

I. En el Evangelio de la Misa1, San Lucas nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre. Y había allí una mujer poseída por un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.

El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado. Con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley2, el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado –falto de piedad–, no sabe penetrar en la verdadera realidad de los hechos: no ve al Mesías, presente en aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. Y no atreviéndose a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en ellos a ser curados y no en día de sábado. Y el Señor, como en otras ocasiones, no calla: les llama hipócritas, falsos, y contesta –recogiendo la alusión al trabajo– señalando que, así como ellos se daban buena prisa en soltar del pesebre a su asno o a su buey para llevarlos a beber aunque fuera sábado, a esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace ya dieciocho años, ¿no era conveniente soltarla de esta atadura aun en día de sábado? Aquella mujer, en su encuentro con Cristo recupera su dignidad; es tratada como hija de Abrahán y su valor está muy por encima del buey o del asno. Sus adversarios quedaron avergonzados, y toda la gente sencilla se alegraba por todas las maravillas que hacía.

La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo. Nosotros hemos de meditar muchas veces estos pasajes en los que la compasiva misericordia del Señor, de la que tan necesitados andamos, se pone singularmente de relieve. «Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no solo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.

»Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía»3.

La consideración de estas escenas del Evangelio nos debe llevar a confiar más en Jesús, especialmente cuando nos veamos más necesitados del alma o del cuerpo, cuando experimentemos con fuerza la tendencia a mirar solo lo material, lo de abajo, y a imitarle en nuestro trato con las gentes: no pasemos nunca con indiferencia ante el dolor o la desgracia. Hagamos igual que el Maestro, que se compadece y pone remedio.

II. «Así encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no se podía erguir (Lc 13, 11). Como ella –comenta San Agustín– son los que tienen su corazón en la tierra»4; después de un tiempo han perdido la capacidad de mirar al Cielo, de contemplar a Dios y de ver en Él la maravilla de todo lo creado. «El que está encorvado, siempre mira a la tierra, y quien busca lo de abajo, no se acuerda de a qué precio fue redimido»5. Se olvida de que todas las cosas creadas han de llevarle al Cielo y contempla solo un universo empobrecido.

El demonio mantuvo dieciocho años sin poder mirar al Cielo a la mujer curada por Jesús. Otros, por desgracia, pasan la vida entera mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida6. La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues solo lo verán los limpios de corazón7; esta mala tendencia «no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (…).

»El otro enemigo (…) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– solo con visión humana.

»Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (…). La existencia nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos»8. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si tenemos la sinceridad necesaria para descubrir sus primeras manifestaciones, por pequeñas que sean, y suplicamos al Señor que nos ayude a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Él.

III. La fe en Cristo se ha de manifestar en los pequeños incidentes de un día corriente, y ha de llevarnos a «organizar la vida cotidiana sobre la tierra sabiendo mirar al Cielo, esto es, a Dios, fin supremo y último de nuestras tensiones y nuestros deseos»9.

Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los acontecimientos, que tienen una nueva dimensión; la razón de la cruz, del dolor y del sufrimiento; el valor sobrenatural que podemos imprimir a nuestro trabajo diario y a cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural.

El cristiano no está cerrado en absoluto a las realidades terrenas; por el contrario, «puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios»10, pero solo «usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22)»11. San Pablo recomendaba a los primeros cristianos de Filipos: Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima12.

El cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su vida corriente. Cuando los aprovecha para dar gracias, para solicitar ayuda y ofrecer la tarea que lleva entre manos, para pedir perdón por sus errores… Cuando, en definitiva, no olvida que es hijo de Dios todas las horas del día y en todas las circunstancias, y no se deja envolver de tal manera por los acontecimientos, por el trabajo, por los problemas que surgen… que olvide la gran realidad que da razón a todo: el sentido sobrenatural de su vida. «¡Galopar, galopar!… ¡Hacer, hacer!… Fiebre, locura de moverse… Maravillosos edificios materiales…

»Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas, cartones repintados… ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.

»Es que trabajan con vistas al momento de ahora: “están” siempre “en presente”. —Tú… has de ver las cosas con ojos de eternidad, “teniendo en presente” el final y el pasado…

»Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!…, sin perder tu vigor y tu luz»13.

Acudamos a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don, vivir de fe, para poder andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, con la mirada fija en Él, en Jesús.

1 Lc 13, 10-17. — 2 Cfr. Ex 20, 8. — 3 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 108. — 4 San Agustín, Comentario al Salmo 37, 10. — 5 San Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 31, 8. — 6 Cfr. 1 Jn2, 16. — 7 Cfr. Mt 5, 8. — 8 San Josemaría Escrivá, o. c., 56. — 9Juan Pablo II, Ángelus 8-XI-1979.  10 Conc. Vat. II, Const. Gaudium et spes, 37. — 11 Ibídem. — 12 Flp 4, 8. — 13 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 837.

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El Predicador del Papa confiesa cómo cambió radicalmente la manera de vivir su sacerdocio, 4 de 4

octubre 23, 2011

P. Raniero Cantalamessa

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(IV) MINISTRO ITINERANTE DE LA PREDICACIÓN Y DE LA RENOVACIÓN, AL SERVICIO DE TODA LA IGLESIA

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Predicador del Papa

»Yo llevaba un mes en esta casa de retiro y me llegó una llamada de teléfono. Era mi superior general que me decía: “El Santo Padre te ha nombrado predicador de la Casa Pontificia; ¿tienes objeciones serias para renunciar?”. Yo intenté buscar objeciones serias. Pero, aparte del miedo, no encontré objeciones serias.

Entonces le dije: “Padre, si ésta es la voluntad de Dios, acepto ir”. Tuve que prepararme de prisa porque en un mes tenía que empezar a predicar mi primera Cuaresma al Papa.

Y voy a decirles algo de este ministerio. No para hablar de mí mismo sino para hacerles conocer algo del Santo Padre. Algo que nos revela cosas muy edificantes del Papa.

La primera predicación ante el Papa

»Existe este ministerio que está otorgado a la orden capuchina que se llama el predicador de la Casa Pontificia y esto consiste en que cada viernes por la mañana, en Advierto y Cuaresma, un fraile tiene que dar una meditación al Papa, a sus secretarios, cardenales, obispos de la Curia Romana y los superiores generales de las órdenes religiosas. Son entre 60 y 100 personas. Yo empecé este ministerio y después de 23 años todavía continúo. ¡Veis la paciencia heroica del Papa! Él lleva escuchándome veintitrés años.

Fue una gracia del Señor. Me di cuenta que era una providencia para hacer resonar en el corazón mismo de la Iglesia, en esos momentos de gran recogimiento, hacer resonar la gracia del Espíritu que circula en la base de la Iglesia. Y, precisamente, una de las primeras meditaciones fue sobre el Bautismo en el Espíritu. Hablé con mucha fuerza de que ésta es una gracia para toda la Iglesia. De cómo es una manera de hacer del cristianismo algo vivo, de renovar la autoridad, la predicación, la liturgia, cada aspecto de la Iglesia. Y me di cuenta de que hablé de una manera muy atrevida.

Incluso dije: “No tenemos que decir de los laicos, ¿qué pueden darnos a nosotros los sacerdotes y a los obispos, estos laicos? Nosotros hemos recibido la plenitud del Espíritu”. Así les hablé en aquel momento. Porque el Señor puede contestarnos: “Yo también recibí la plenitud del Espíritu en el momento de mi encarnación en María y a pesar de esto me fui al Jordán y pedí a Juan el Bautista, que era un simple laico, ser bautizado”.

»Después de la charla yo siempre me encuentro con el Papa en una salita contigua. Y yendo a encontrar al Papa, un cardenal me dijo: “hoy en esta sala hemos escuchado al Espíritu Santo que nos ha hablado”. Y se fue.

»El Papa no falta nunca, nunca. Él me edifica a mí. Pensad: el maestro de toda la Iglesia que encuentra cada mañana, a las nueve, tiempo para escuchar la meditación de un sacerdote, el último sacerdote de la Iglesia Católica.

El perdón del Papa

»A veces, saliendo de la predicación encuentro Jefes de Estado que están esperando para ser recibidos por el Papa y él está allí escuchando a un pobre fraile. Un año -creo que era 1986- faltó dos viernes porque estaba de viaje en América Central y cuando vino, se dirigió derecho hacia mí, pidiendo perdón por haber faltado a dos charlas. A veces yo digo a mis hermanos los laicos: ¿habéis ido a pedir perdón alguna vez a vuestro párroco por haber faltado a la homilía del domingo?

»Recuerdo otra pequeña anécdota. Una vez al año, en viernes santo, la homilía se tiene en la Basílica de San Pedro. Es la única ocasión en la que el Papa preside la liturgia, pero no habla. Se sienta y el predicador de la Casa Pontificia tiene que subir al altar papal y dar su homilía. Y allí está toda la Iglesia, todos los cardenales… Es un momento de gran solemnidad. Me di cuenta inmediatamente que tenía que hablar muy despacio porque el sonido en la Basílica retumbaba.

Pero hablando despacio tardé diez minutos más de lo previsto en el programa. Y el responsable del horario del Papa -entonces era un obispo, después fue cardenal; ahora ya ha muerto- estaba muy nervioso y a menudo miraba su reloj, porque el Papa después tenía que presidir un Vía Crucis en el Coliseo. Yo no lo veía. Pero este obispo contó a algunas hermanas al día siguiente que después de la liturgia el Papa lo llamó y le dijo: “Cuando un hombre nos habla en el nombre de Dios, no tenemos que mirar a nuestro reloj”.

Predicar por todo el mundo

»Este ministerio de proclamar la Palabra de Dios, en la simplicidad de San Francisco y el poder del Espíritu Santo, me ha llevado por todo el mundo, por muchas naciones. Predicando retiros a los obispos. He predicado este año a todos los obispos de Irlanda. Tengo que predicar en Noviembre de este año 2002 a todos los obispos de Polonia. También en Italia daré un Retiro de sacerdotes. A menudo es la Renovación Carismática la que organiza mis viajes y ofrece la posibilidad de Retiros para el Clero y junto a esto hay un fin de semana para la Renovación.

Sacerdotes que querían abandonar su ministerio

»Queridos hermanos, es un don que la Renovación Carismática hace a la Iglesia. Hubo un Retiro en 1995, con ocasión de los quinientos años de la evangelización de América Latina. Fue un largo Retiro en Monterrey (México). Había 1.700 sacerdotes y 70 obispos de toda América Latina. Un obispo mexicano dijo: “Si la Renovación Carismática no hubiera hecho nada más que organizar estos Retiros para el Clero, habría ya sido suficiente para la Iglesia”.

Muy a menudo, los sacerdotes son renovados en estos retiros. Hay una gracia especial; muchos sacerdotes que habían llegado al retiro invitados y a veces traídos por los laicos, antes de irse daban testimonio de que habían llegado decididos a abandonar el ministerio sacerdotal y ahora regresaban decididos a retomarlo con más entusiasmo. Era un momento de gran efusión del Espíritu. Yo estaba al lado del altar orando por los demás, y fue en esta ocasión cuando un joven sacerdote se acercó a mí, se arrodilló y muy decidido me dijo: bendígame, padre, “quiero ser profeta de Dios”.

Yo había hablado en la homilía precisamente de esto: que el Señor necesita profetas entre los sacerdotes. Especialmente en América Latina, necesita profetas, es decir, personas que permitan a Dios hablar. Este es el profeta. El profeta es uno que se calla. “El profeta verdadero cuando habla se calla”, decía el judío Filón. Porque en este momento no es más el que habla. Había hablado entonces de la necesidad de profetas, y vino este joven diciendo, visiblemente inspirado, “quiero ser profeta de Dios”.

Percibí que hablaba en serio. Fue una gran emoción para mí. Y ahora sigo sirviendo al Señor en esta manera, proclamando la gracia del Señor, como ahora. Os voy a decir una última palabra.

Predicador a tiempo completo

»Cuando mi superior me permitió cambiar mi vida y empezaba a ser predicador a tiempo completo, en la Liturgia de las Horas -era un 10 de octubre- había un pasaje de Ageo, el profeta Ageo. En el pasaje, cuando después de haber reprochado a su pueblo por cuidar de su casa y no reconstruir el Templo, el pueblo se convierte, empieza a reconstruir el Templo de Dios, y Dios envía de nuevo al profeta Ageo, esta vez con un mensaje de consuelo.

Dice ahora: “¡Ánimo, Zorobabel, id al trabajo porque estoy yo con vosotros! –oráculo del Señor-”. “¡Al trabajo, Josué, al trabajo, pueblo entero del país, porque estoy yo con vosotros! –dice el Señor-”.

En la plaza de san Pedro

»Después de leer este pasaje en la Liturgia de las Horas, me fui a la plaza de San Pedro. Quería orar un poco a San Pedro para bendecir mi ministerio nuevo. En la plaza de San Pedro no había nadie; era un día de octubre muy lluvioso. Como si la palabra de Dios se volviera viva, mirando hacia la ventana del Papa, empecé a gritar: ¡Ánimo, Juan Pablo II, al trabajo porque estoy yo con vosotros! Era muy fácil porque no había nadie alrededor.

»Y después de tres meses, me encontré que estaba frente al Papa, y le dije lo que había hecho bajo su ventana. Y de nuevo proclamé este pasaje de Ageo, pero no como una cita, sino como una palabra viva, en este momento, para el corazón de la Iglesia. Entonces, mirando al Papa, que estaba al lado mío, empecé a decir: ¡Ánimo, Juan Pablo II!, a pesar de que Juan Pablo II es el hombre que tiene más ánimo de toda la humanidad, pero en el Nombre del Señor, ¡ánimo, Juan Pablo II, ánimo, Cardenales y Obispos de la Iglesia Católica, y al trabajo porque estoy yo con vosotros.

»Y siempre cuando el Señor me envía a alguna parte del mundo, repito este mensaje de nuevo como una palabra viva, no como un recuerdo de antaño. Entonces, ahora os digo a vosotros: ¡Ánimo, ánimo, sacerdotes y laicos de la Renovación Carismática de España, de la Iglesia de España, y al trabajo porque estoy yo con vosotros! –dice el Señor-. ¡Amén!».

Religión en Libertad


Domingo XXX del Tiempo Ordinario – Ciclo A

octubre 22, 2011

Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo

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Primera lectura: Éxodo 22, 20-26

Así dice el Señor: «No oprimirás ni vejarás al forastero, porque forasteros fuisteis vosotros en Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos, porque, si los explotas y ellos gritan a mí, yo los escucharé. Se encenderá mi ira y os haré morir a espada, dejando a vuestras mujeres viudas y a vuestros hijos huérfanos.

Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero, cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo, ¿y dónde, si no, se va a acostar? Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo.»
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Salmo 17, 2-3a.3bc-4.47.51ab

R/. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.

Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.

Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte. Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos.

Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador. Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido.

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Segunda lectura: 1 Tesalonicenses 1, 5c-10

Sabéis cuál fue nuestra actuación entre vosotros para vuestro bien. Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya. Desde vuestra Iglesia, la palabra del Señor ha resonado no sólo en Macedonia y en Acaya, sino en todas partes.

Vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada, ya que ellos mismos cuentan los detalles de la acogida que nos hicisteis: cómo, abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús desde el cielo, a quien ha resucitado de entre los muertos y que nos libra del castigo futuro.
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Evangelio: Mateo 22, 34-40

En aquel tiempo, los fariseos, al oír que Jesús había hecho callar a los saduceos, formaron grupo, y uno de ellos, que era experto en la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»

Él le dijo: «»Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.» Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.»
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Llama, fuerza a amar a Dios a cuantos puedas persuadir, a cuantos puedas invitar

San Agustín, Sermón 179 A, 3-5

Los tres primeros mandamientos de la ley de Dios se refieren a Dios mismo; al hombre los siete restantes: Honra a tu padre y a tu madre; no adulterarás; no matarás; no proferirás falso testimonio; no robarás, no desearás la mujer de tu prójimo; no desearás los bienes de tu prójimo (Éx 20, 12-17). Si amas a Dios, no adorarás a ningún otro ni tomarás en vano su nombre, y le dedicarás el sábado para que descanse en ti cuando te hace descansar.

Si, por el contrario, amas al prójimo, honrarás a los padres y no adulterarás, ni matarás, ni dañarás a nadie con tu falso testimonio, ni robarás, ni desearás la mujer o los bienes de cualquier otra persona. Y, por ello, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos se cumple toda la ley y los profetas (Mt 22, 37-40).

Escucha también al Apóstol: La plenitud de la ley -dice- es la caridad (Rom 13, 10). No te envió a cumplir muchos preceptos: ni siquiera diez, ni siquiera dos; la sola caridad los cumple todos. Pero la caridad es doble: hacia Dios y hacia el prójimo. Hacia Dios, ¿en qué medida? Con todo. ¿A qué se refiere ese todo? No al oído, o a la nariz, o a la mano, o al pie. ¿Con qué puede amarse de forma total? Con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente. Amarás la fuente de la vida con todo lo que en ti tiene vida.

Si, pues, debo amar a Dios con todo lo que en mí tiene vida, ¿qué me reservo para poder amar a mi prójimo? Cuando se te dio el precepto de amar al prójimo no se te dijo: «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente», sino como a ti mismo. Has de amar a Dios con todo tu ser, porque es mejor que tú, y al prójimo como a ti mismo, porque es lo que eres tú.

Los preceptos son, por tanto, dos; tres, en cambio, los objetos del amor. Se han dado dos preceptos: ama a Dios y, ama al prójimo; sin embargo veo que se han de amar tres realidades. Pues no se diría: y al prójimo como a ti mismo, si no te amases a ti mismo. Si son tres los objetos del amor, ¿por qué son dos los preceptos? ¿Por qué? Escuchadlo.

Dios no consideró necesario exhortarte a amarte a ti mismo, pues no hay nadie que no se ame. Mas, puesto que muchos van a la perdición por amarse mal, diciéndote que ames a tu Dios con todo tu ser, se te dio al mismo tiempo la norma de cómo has de amarte a ti mismo. ¿Quieres amarte a ti mismo? Ama a Dios con todo tu ser, pues allí te encontrarás a ti, para que no te pierdas en ti mismo. Si te amas a ti en ti, has de caer también de ti y larga ha de ser tu búsqueda fuera de ti.

Por esta razón el Apóstol comenzó la enumeración de todos los males a partir de ahí, cuando dice: Habrá hombres amantes de sí mismos (2 Tim 3, 2). He aquí que elegiste amarte a ti; veamos si al menos te mantienes en ti. Es falso, no permaneces ahí; a él debiste adherirte, en él debiste poner tu fortaleza y tu lugar de refugio. Ahora, en cambio, aflojaste el lazo de tu amor y lo retiraste de él para ponerlo en ti; pero ni siquiera en ti permaneces. Escucha finalmente al mismo Apóstol.

Después de haber dicho: Habrá hombres amantes de sí mismos, añadió a continuación: amantes del dinero. ¿No acabo de decir que ni siquiera permanecerías en ti? ¿O acaso sois la misma cosa tú y el dinero? He aquí que te alejaste incluso de ti por haberte apartado de Dios. ¿Qué queda, sino malgastar todo el patrimonio de tu mente viviendo con meretrices, es decir, entre liviandades y variedad de deseos perversos, y verte obligado por la necesidad a apacentar puercos, es decir, puesto que te domina la inmunda avaricia, a ser pasto de inmundos demonios?

Pero aquel hijo, habiendo experimentado la miseria y machacado por el hambre, volviendo en sí, dijo… Vuelve a sí, porque se había alejado de sí, y ya en sí se encontró pobre. Buscó por doquier la felicidad y en ningún lugar la encontró. ¿Qué dijo al volver a sí mismo? Me levantaré e iré. ¿A dónde? A mi padre. Ya vuelto a sí, pero aún yaciendo en el suelo, dice: Me levantaré e iré (Lc 15, 17-18).

¡Nada de yacer, nada de quedarme aquí! Se te ha dado, pues, la norma según la cual has de amarte: ama a quien es mejor que tú y ya te amaste a ti. Y hablo del que es mejor por naturaleza, no por voluntad. Se encuentran muchos hombres que son mejores que tú por voluntad, pero sólo Dios lo es por naturaleza: es el creador, el fundador, el hacedor, que por nadie ha sido hecho. Agárrate a él.

Comprende de una vez y di: Para mí, en cambio. Para ti ¿qué? Es cosa buena adherirme a Dios. ¿Por qué? Pon atención a lo que dijo antes: Hiciste perecer a todo el que se aleja de ti (Sal 72, 28.27). Precisamente porque hizo perecer a todo el que se aleja de él te encontraste a ti. Para mí, en cambio, es cosa buena adherirme a Dios, es decir, no alejarme, no retirarme de su lado. ¿Quieres ver lo que se te promete en este asunto? Quien se adhiere al Señor es un solo espíritu (1 Cor 5, 17).

Éste es, pues, tu amor, o el amor hacia ti, es decir, el amor con que te amas, para amar a Dios. Ya te confió también el prójimo para que le ames como a ti mismo, pues veo que has comenzado a amarte a ti mismo. Llévale adonde te llevaste a ti mismo a aquel a quien amas como a ti mismo.

En efecto, si amaras al oro y lo tuvieras, y amaras al prójimo como a ti mismo, en virtud del amor dividirías lo que tenías y le harías partícipe de tu oro; pero dividiéndole tocaríais a menos cada uno. ¿Por qué, pues, no posees a Dios? Poseyéndole a él no padecerás estrechez ninguna con tu coheredero. Llama, fuerza a amar a Dios a cuantos puedas persuadir, a cuantos puedas invitar; él es todo para todos y todo para cada uno.

En consecuencia, ama a Dios y ama al prójimo como a ti mismo. Veo que al amar a Dios te amas a ti mismo. La caridad es la raíz de todas las obras buenas. Como la avaricia es la raíz de todos los males (1 Tim 6, 10), así la caridad lo es de todos los bienes. La plenitud de la ley es la caridad. No voy a tardar en decirlo: quien peca contra la caridad, se hace reo de todos los preceptos. En efecto, quien daña a la raíz misma, ¿a qué parte del árbol no daña?


El maná de cada día, 22.10.11

octubre 22, 2011

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Sábado de la 29ª semana del Tiempo Ordinario

Tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro

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Primera lectura: Romanos 8, 1-11

Ahora no pesa condena alguna sobre los que están unidos a Cristo Jesús, pues, por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Lo que no pudo hacer la Ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encarnado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado.

Así, la justicia que proponía la Ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por la carne, sino por el Espíritu. Porque los que se dejan dirigir por la carne tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios.

Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.
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Salmo 23, 1-2.3-4ab.5-6

Éste es el grupo que viene a tu presencia, Señor.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena, el orbe y todos sus habitantes: él la fundó sobre los mares, él la afianzó sobre los ríos.

¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos.

Ése recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob.
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Evangelio: Lucas 13, 1-9

En una ocasión, se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían.
Jesús les contestó: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera.»

Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: «Ya ves: tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?» Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, la cortas.»»
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LA HIGUERA ESTÉRIL

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– Dar fruto. La paciencia de Dios.

– Lo que Dios espera de nosotros.

– Con las manos llenas. Pacientes en el apostolado.
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I. En las viñas de Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un lugar así sitúa Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy1: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué va a ocupar terreno en balde?

La higuera simboliza a Israel2, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo3de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador, desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación cristiana… Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez, nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones4, frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón5.

A pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos cuidados: es la paciencia de Dios6 con el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de correspondencia, sabe esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la debilidad, conoce a la vez la capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada mujer. El Señor no da nunca a nadie por perdido, confía en todos nosotros, aunque no siempre hayamos respondido a sus esperanzas.

Él mismo ha dicho que no quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea7. Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de esta consoladora verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida…, el encuentro con la samaritana, con Zaqueo…

II. Señor, déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a ver si así da fruto… Es Jesús que intercede ante Dios Padre por nosotros, que «somos como una higuera plantada en la viña del Señor»8. «Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios… Se mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso»9, comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año… ¡Cuántas veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año…! «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y… no me he vuelto loco?»10.

Cada persona tiene una vocación particular, y toda vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos, «pues el hombre nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado»11; sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho… Cada noche, en el examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos pequeños en sí mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de corresponder a tanta solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo «tenemos que haber dejado impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y al mundo un poco mejor»12, una familia con más paz, un trabajo que ha significado un progreso para la sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad…

Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraríamos alegres, con las manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de ayer…, en la última semana…, y veamos si estamos colmados de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos al Señor todo lo que espera de cada uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la gloria a Dios, se convierte la existencia en un vivir estéril. Todo lo que no se hace de cara a Dios, perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos firmes. «Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco, ni en dos. Fíjate solo en este: en uno, en el que hemos comenzado…»13, en el que ya falta poco para terminar.

III. En esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis discípulos míos14. Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas, que manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por amor al Señor, vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el cansancio de un día intenso, pequeños servicios, a quienes estaban necesitados de ayuda… No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada uno en la intimidad de nuestra oración.

Si San Lucas sigue realmente un orden temporal en los acontecimientos que narra, «esta parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc 13, 4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente. No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso de la oportunidad, no sale mejor librado que si le hubieran lanzado repentinamente sobre la eternidad, como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la higuera, que nos advierte de un límite a la larga paciencia de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que es posible una intervención para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar al pecador un plazo que le permita arrepentirse?

»Claro que pueden»15. Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que se prolongue esa paciencia divina con aquellas personas que quizá, con una constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. «Por tanto, no nos apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no sea que arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto»16. Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el camino que lleva hasta Jesús.

Nuestra Madre Santa María nos alcanzará, en este sábado del mes de octubre en el que tantas veces hemos acudido a Ella, la gracia abundante que necesitan nuestras almas para dar más frutos y la que precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo, que los espera.

1 Lc 13, 6-9. — 2 Cfr. Os 9, 10. — 3 Cfr. Jer 8, 13. — 4 Is 5, 1-3. — 5 Cfr. San Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, in loc. — 6 Cfr. 2 Pdr 3, 9. — 7 Mt 12, 20. — 8 Teofilacto, en Catena Aurea, vol. VI, p. 134. — 9 San Agustín, Sermón 254, 3. — 10 San Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. — 11 Santo Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 6, a. 4. — 12 G. Chevrot, El Evangelio al aire libre, Herder, Barcelona 1961, p. 169. — 13 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 47. — 14 Jn 15, 8. — 15 R. A. Knox, Sermones pastorales, pp. 188-189. — 16 San Gregorio Nacianceno, Oración 26, en Catena Aurea, vol. VI, p. 135.

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El Predicador del Papa confiesa cómo cambió radicalmente la manera de vivir su sacerdocio, 3 de 4

octubre 21, 2011

P. Raniero Cantalamessa

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(III) LA VIDA EN EL ESPÍRITU

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Estaba renovado

»Me fui en el avión y sentía que algo había pasado. Y abriendo el Breviario me parecía que los salmos eran nuevos, me hablaban, parecían escritos especialmente para mí… Y me di cuenta que esto es uno de los primeros signos del obrar del Espíritu Santo: la Escritura se vuelve Palabra viva de Dios.

La Biblia nos habla a cada uno

»No podemos descuidar este don magnífico para la Iglesia. La Iglesia en el Concilio ha hablado de la importancia de la Escritura en la Constitución Dei Verbum. Pero la realidad es que los cristianos, los laicos que nunca habían tenido una Biblia, ahora no pueden separarse de su Biblia. Yo he conocido muchos casos conmovedores de la Biblia que habla directamente, ilumina, da fuerza a los cristianos más sencillos.

Respuestas que están en la Biblia

»En una misión en Australia encontré un obrero, un emigrante italiano que estaba allí y que el último día de la misión vino y me dijo: Padre, yo tengo un gran problema en mi familia, tengo un muchacho de once años que no está todavía bautizado. El problema es que mi mujer se ha vuelto Testigo de Jehová y no quiere escuchar hablar del bautismo. Si lo bautizo, habrá una tragedia en mi familia; si no lo bautizo, no estoy tranquilo porque cuando nos casamos éramos los dos católicos. Yo le dije: déjame esta noche para reflexionar y mañana hablamos y vemos qué podemos hacer.

A la mañana siguiente este hombre viene hacia mí muy contento y me dice: Padre, yo ya he hallado la respuesta. Me alegré mucho porque yo todavía no lo veía nada claro. Me dice: Ayer por la tarde, regresé a mi casa y me puse a orar y abrí la Biblia y me vino la página donde Abraham lleva a su hijo Isaac a la inmolación y leyendo me he dado cuenta que cuando Abraham llevó a su hijo Isaac a la inmolación no dijo nada a su mujer.

Respuesta perfecta

»Era una respuesta incluso exegéticamente perfecta. Porque es verdad, los rabinos cuando comentan este pasaje hacen notar que Abraham se calló, no dijo nada temiendo que su mujer le impidiera obedecer a Dios y yo mismo bauticé a este muchacho y fue una gran fiesta para todos.

Consolarse gracias a la Biblia

»Conocí en Italia a una viuda que había perdido a su marido muy joven. Tenía tres hijos. Era un matrimonio muy unido y ésta era una prueba terrible. Lo que le ayudó, e incluso hizo de esta mujer una evangelizadora, fue la Palabra de Dios, la Biblia. Ella tiene una sensibilidad, un sentido de la Escritura que a mí mismo me asombra. Las primeras semanas sin su marido ella decía que ponía la Biblia a su lado en la cama porque la Biblia se había vuelto su compañero vivo, Dios le hablaba.

Una nueva luna de miel sacerdotal

»Los tres meses que pasé en Washington después de mi bautismo fueron mi luna de miel con el Señor. También nosotros los sacerdotes tenemos nuestra luna de miel. Mi luna de miel duró tres meses. Pero yo siento que la luna de miel -de los casados- no suele durar mucho más. Regresé a Italia y la gente de la Renovación que me había conocido estaba maravillada. Una mujer decía: “Hemos enviado a América a Saulo y ellos nos han devuelto a Pablo”.

Deseando tener más oración

»Empecé a participar en un grupo de oración en Milán y después de algunos meses ocurrió algo que cambió mi vida. Yo estaba en mi celda orando. No penséis que soy un gran hombre de oración. Deseo, deseo orar. Y a veces incluso me quejé un poco con el Señor diciéndole: “Señor, tú me envías por todo el mundo a hablar de la oración, incluso de la oración trinitaria, ¿por qué no me das una gracia de oración un poco más fuerte, por qué mi oración es tan débil, Señor? Me avergüenzo de hablar a los demás de oración.

Y el Señor me contestó de esta manera tan simple: “Raniero, ¿cuáles son las cosas de las que se habla con más pasión y entusiasmo, las que se desean o las que se poseen? Yo contesté: “Las que se desean, Señor”. “Bien -me contestó el Señor- sigue deseando y hablando de la oración”.

Por eso, cuando hablo, siempre me siento discípulo y no maestro. Siempre recuerdo un dicho de los Padres del desierto que dice así: “Si tienes que hablar a los demás de algo que tú no vives, algo que no has alcanzado todavía con tu vida, habla; pero haciéndote el más pequeño de todos tus oyentes; habla como discípulo, no como maestro”. Y yo trato de hacer mío este consejo.

Algo extraordinario que cambió mi vida

»Pues lo que pasó en aquel momento de oración fue esto. Tuve de nuevo una imagen interior. Aparentemente nada extraordinario, pero interiormente muy extraordinario. Tan extraordinario que cambió mi vida. Era como si el Señor Jesús pasara delante de mí… Y no sé por qué, pero reconocía que era Jesús como cuando regresaba del Jordán después de su bautismo y estaba a punto de empezar a proclamar el Reino de Dios; y pasando delante de mí, me decía: “si quieres ayudarme a proclamar el Reino de Dios, déjalo todo y sígueme”.

Yo entendí inmediatamente que el Señor quería decir: “deja tu enseñanza, tu cátedra universitaria…”. Yo era incluso director de un departamento de esta Universidad, el departamento de Ciencias Religiosas. “Déjalo todo y vuélvete un simple predicador itinerante de la Palabra de Dios al estilo de tu padre Francisco de Asís”.

Yo tuve miedo de no estar lo bastante decidido, porque el Señor invitaba pero parecía tener prisa. No se paraba, era como quien tiene mucho quehacer. Y de nuevo esta experiencia de la gracia de Dios: al final de la oración encontré en mi corazón un “sí” lleno. “Señor, ¡lo dejo todo!”. La Universidad había instituido esta cátedra especialmente para mí y el Rector de la Universidad era mi maestro, mi amigo. En mi corazón había un “sí, Señor, aquí estoy”.

La obediencia salvó mi vocación

»Me fui a mi superior a Roma pidiendo el permiso para cambiar mi vida. Dejar la Universidad y ser un predicador a tiempo completo. El Superior General era un hombre que murió el pasado mes de febrero a la edad de 91 años, un santo, un hombre de oración. Tuve la gracia de orar con él las últimas horas de su vida. De San Francisco se decía que no era un hombre que oraba, era un hombre hecho oración. Y así era también mi superior.

»Este superior a quien yo ya había manifestado mi experiencia del Bautismo en el Espíritu, como buen superior prudente, me dijo: “Esperemos un año y después decidiremos”. Ésta fue la ocasión para mí de descubrir la gracia de la obediencia. Yo había tenido una inspiración clara del Señor que me pedía dedicarme a predicar. Pero ahora tenía que someter mi inspiración personal a la autoridad de mi superior, incluso cuando me decía “esperemos”.

Aquí yo concebí un pequeño libro titulado “Obediencia”. Puede ser útil porque, a veces, la gente en la Renovación Carismática tiene una inspiración del Señor, se sienten llamados a hacer algo y piensan que esto es suficiente y sin pedir ningún permiso, ni al obispo, o al superior… se lanzan a llevarlo a cabo y nadie puede pararlos. Esto no es bueno, porque siempre la inspiración interior del Espíritu tiene que someterse al discernimiento objetivo de la Iglesia. El Espíritu que te habla personalmente te habla también a través de la obediencia a la autoridad que puede ser: el obispo, el superior, el párroco, el director espiritual… puede ser de diferentes clases. Éste es un criterio muy importante: no podemos actuar simplemente bajo la inspiración personal porque nunca sabremos si hemos acertado o nos hemos equivocado.

Si yo hubiera dejado la Universidad simplemente bajo esta inspiración personal, nunca habría sabido si era verdaderamente la voluntad de Dios. La obediencia salvó mi vocación.

Dejar todo por el Señor

»Después de un año, no estaba para mí tan claro. ¿Qué voy a hacer ahora? Yo había pasado toda mi vida en el estudio, en la búsqueda. ¿Qué voy a hacer? Había un cierto temor. Volví entonces al superior y él con mucha decisión me dijo: “Es la voluntad de Dios. Dirán que estamos locos los dos, tú y yo; pero después de diez años tal vez entenderán”.

»El Señor me hizo un descuento. No esperó diez años, fueron menos. Me fui, hice un Retiro en una pequeña casa de capuchinos en Suiza para prepararme. Éste fue el momento en el que el Señor me habló, sobre todo a través de Pablo, en la carta a los Filipenses, cuando Pablo habla de lo que era antes: circuncidado, de la tribu de Benjamín, fariseo, irreprensible, un hombre perfecto, podía incluso ser canonizado… pero todo lo que yo consideraba una ganancia lo considero una pérdida a partir del momento cuando conocí a Jesús como Señor, y he dejado de lado todo para encontrar esta justicia que viene de la fe en Cristo y todo esto para conocerle a Él y el poder de su resurrección y la participación en sus sufrimientos.

Conocer a Jesús como persona viva

»Pero lo que me impresionó más fue precisamente la palabra más pequeña de esta frase “Él”. Porque cuando Pablo dice “a fin de conocerlo a Él”. El pronombre personal en este momento me parecía contener más verdad sobre Jesús que todos los libros que yo había leído o escrito.

Porque cuando Pablo dice Él, entiende el Jesús vivo, el Jesús en carne y hueso; no una teoría sobre Jesús o una idea abstracta. Ésta es la diferencia. Conocer a Jesús como Señor significa conocerlo como el Viviente, el que ha resucitado. No un personaje del pasado… ¡Él!, a fin de conocerlo ¡a Él!

(Continuará)


El maná de cada día, 21.10.11

octubre 21, 2011

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Viernes de la 29ª semana del Tiempo Ordinario

Instrúyeme, Señor, en tus leyes

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Primera lectura: Romanos 7, 18-25a

Sé muy bien que no es bueno eso que habita en mí, es decir, en mi carne; porque el querer lo bueno lo tengo a mano, pero el hacerlo, no. El bien que quiero hacer no lo hago; el mal que no quiero hacer, eso es lo que hago.

Entonces, si hago precisamente lo que no quiero, señal de que no soy yo el que actúa, sino el pecado que habita en mí. Cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos.

En mi interior me complazco en la ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo un principio diferente que guerrea contra la ley que aprueba mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo.

¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo presa de la muerte? Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias.
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Salmo 118, 66.68.76.77.93.94

Instrúyeme, Señor, en tus leyes.

Enséñame a gustar y a comprender, porque me fío de tus mandatos.

Tú eres bueno y haces el bien; instrúyeme en tus leyes.

Que tu bondad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo.

Cuando me alcance tu compasión, viviré, y mis delicias serán tu voluntad.

Jamás olvidaré tus decretos, pues con ellos me diste vida.

Soy tuyo, sálvame, que yo consulto tus leyes.
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Evangelio: Lucas 12, 54-59

En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: «Cuando veis subir una nube por el poniente, decís en seguida: «Chaparrón tenemos», y así sucede. Cuando sopla el sur, decís: «Va a hacer bochorno», y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿Cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer? Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no pagues el último céntimo.»
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LOS SIGNOS Y LOS TIEMPOS

— Reconocer a Cristo que pasa cerca de nuestra vida.

— La fe y la limpieza de alma.

— Encontrar a Jesús y darlo a conocer.

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I. Desde siempre los hombres se han interesado por el tiempo y por el clima. De modo muy particular, los labradores y los hombres de la mar han interrogado el estado del cielo, la dirección del viento, la forma de las nubes, para aventurar un pronóstico en razón de sus tareas. Nuestro Señor, en el Evangelio de la Misa1, lo hace notar a quienes le escuchan, pescadores y gentes del campo en su mayoría: Cuando veis que sale una nube por el poniente, en seguida decís: va a llover. Y cuando sopla el sur, decís: viene bochorno. Jesús se encara con ellos, pues saben prever la lluvia y el buen tiempo a través de los signos que aparecen en el horizonte y, sin embargo, no saben discernir las señales, más abundantes y más claras, que Dios envía para que averigüen y conozcan que ha llegado ya el Mesías: ¿cómo no sabéis interpretar este tiempo?, les interpela. A muchos les faltaba buena voluntad y rectitud de intención, y cerraban sus ojos a la luz del Evangelio. Las señales de la llegada del Reino de Dios son suficientemente claras en la Palabra de Dios, que les llega tan directamente, en los milagros tan abundantes que realizó el Señor, y en la Persona misma de Cristo que tienen ante sus ojos2. A pesar de tantos signos, muchos de ellos ya anunciados por los Profetas, no supieron enjuiciar la situación presente. Dios estaba en medio de ellos y muchos no se dieron cuenta.

El Señor sigue pasando cerca de nuestra vida, con suficientes referencias, y cabe el peligro de que en alguna ocasión no le reconozcamos. Se hace presente en la enfermedad o en la tribulación, que nos purifica si sabemos aceptarla y amarla; está, de modo oculto pero real, en las personas que trabajan en la misma tarea y que necesitan ayuda, en aquellas otras que participan del calor del propio hogar, en las que cada día encontramos por motivos tan diversos… Jesús está detrás de esa buena noticia, y espera que vayamos a darle las gracias, para concedernos otras nuevas. Son muchas las ocasiones en que se hace encontradizo… ¡Qué pena si no supiésemos reconocerle por ir excesivamente preocupados o distraídos, o faltos de piedad, de presencia de Dios!

¿No sería nuestra vida bien distinta si fuéramos más conscientes de esa presencia divina? ¿No es cierto que desaparecería mucha rutina, malhumor, penas y tristezas…? ¿Qué nos importaría entonces representar un papel u otro, si sabemos que a Dios le gusta y aprecia el que nos ha tocado? «Si viviéramos más confiados en la Providencia divina, seguros –¡con fe recia!– de esta protección diaria que nunca nos falta, cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos. Desaparecerían tantos desasosiegos que, con frase de Jesús, son propios de los paganos, de los hombres mundanos (Lc 12, 30), de las personas que carecen de sentido sobrenatural»3, de quienes viven como si el Maestro no se hubiera quedado con nosotros.

II. La fe se hace más penetrante cuanto mejores son las disposiciones de la voluntad. Quien quisiere hacer la voluntad de Él (de mi Padre) conocerá si mi doctrina es de Dios o si es mía4, dirá el Señor en otra ocasión a los judíos. Cuando no se está dispuesto a cortar con una mala situación, cuando no se busca con rectitud de intención solo la gloria de Dios, la conciencia se puede oscurecer y quedarse sin luz para entender incluso lo que parece evidente. «El hombre, llevado por sus prejuicios, o instigado por sus pasiones y mala voluntad, no solo puede negar la evidencia, que tiene delante, de los signos externos, sino resistir y rechazar también las superiores inspiraciones que Dios infunde en las almas»5. Si falta buena voluntad, si esta no se orienta a Dios, entonces la inteligencia encontrará muchas dificultades en el camino de la fe, de la obediencia o de la entrega al Señor6. ¡Cuántas veces hemos experimentado en el apostolado personal cómo han desaparecido muchas dudas de fe en amigos nuestros cuando por fin se han decidido a hacer una buena Confesión! «Dios se deja ver de los que son capaces de verle, porque tienen abiertos los ojos de la mente. Porque todos tienen ojos, pero algunos los tienen bañados. en tinieblas y no pueden ver la luz del sol. Y no porque los ciegos no la vean deja por eso de brillar la luz solar, sino que ha de atribuirse esta oscuridad a su defecto de visión»7.

Para percibir la claridad penetrante de la fe, «hacen falta las disposiciones humildes del alma cristiana: no querer reducir la grandeza de Dios a nuestros pobres conceptos, a nuestras explicaciones humanas, sino comprender que ese misterio, en su oscuridad, es una luz que guía la vida de los hombres (…). Con este acatamiento, sabremos comprender y amar; y el misterio será para nosotros una enseñanza espléndida, más convincente que cualquier razonamiento humano»8.

Son tan importantes las disposiciones morales (la limpieza de corazón, la humildad, la rectitud de intención…) que a veces se puede decir que la oscuridad ante la voluntad de Dios, el desconocimiento de la propia vocación, las dudas de fe, incluso la misma pérdida de esta virtud teologal, tienen sus raíces en el rechazo de las exigencias de la moral o de la voluntad divina9. Cuenta San Agustín su experiencia cuando aún estaba lejos del Señor: «Yo llegué a encontrarme –afirma el Santo– sin deseo alguno de los alimentos incorruptibles; pero no porque estuviera lleno de ellos, sino porque mientras más vacío me encontraba, más los rechazaba»10. Purifiquemos nosotros la mirada, aun de esas motas que dañan la visión, aunque sean pequeñas; rectifiquemos muchas veces la intención –¡para Dios toda la gloria!–, con el fin de ver a Jesús que nos visita con tanta frecuencia.

III. El Evangelio de la Misa de hoy termina con estas palabras de Jesús: Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura ponerte de acuerdo con él en el camino, no sea que te obligue a ir al juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel… Todos vamos por el camino de la vida hacia el juicio. Aprovechemos ahora para olvidar agravios y rencores, por pequeños que sean, mientras queda algo de trayecto por recorrer. Descubramos los signos que nos señalan la presencia de Dios en nuestra vida. Luego, cuando llegue la hora del juicio, será ya demasiado tarde para poner remedio. Este es el tiempo oportuno de rectificar, de merecer, de amar, de reparar. El Señor nos invita hoy a descubrir el sentido profundo del tiempo, pues es posible que todavía tengamos pequeñas deudas pendientes: deudas de gratitud, de perdón, incluso de justicia…

A la vez, hemos de ayudar a otros que nos acompañan en el camino de la vida a interpretar esas huellas que señalan el paso del Señor cerca de sus familias, de sus lugares de trabajo… Es posible que algunos, quizá los más alejados, no sigan al Maestro porque le ven con una mirada miope, como muchos de aquellos que le rodeaban en Palestina, pues «lo que muchos combaten no es al verdadero Dios, sino la falsa idea que se han hecho de Dios: un Dios que protege a los ricos, que no hace más que pedir y acuciar, que siente envidia de nuestro progreso, que espía continuamente desde arriba nuestros pecados para darse el placer de castigarlos (…). Dios no es así: es justo y bueno a la vez; Padre también de los hijos pródigos, a los que desea ver no mezquinos y miserables, sino grandes, libres, creadores de su propio destino. Nuestro Dios es tan poco rival del hombre, que ha querido hacerle su amigo, llamándole a participar de su misma naturaleza divina y de su misma eterna felicidad. Ni tampoco es verdad que nos pida demasiado; al contrario, se contenta con poco, porque sabe muy bien que no tenemos gran cosa (…). Este Dios se hará conocer y amar cada vez más; y de todos, incluidos los que hoy lo rechazan, no porque sean malos (…), sino porque le miran desde un punto de vista equivocado. ¿Que ellos siguen sin creer en Él? Él les responde: soy Yo el que cree en vosotros»11. Dios, como buen Padre, no se desanima ante sus hijos. No perdamos la esperanza nosotros: mostremos a los demás tantas indicaciones y referencias como Él deja a su paso. Si el campesino conoce bien la evolución del tiempo, los cristianos hemos de saber descubrir a Jesús, Señor de la historia, presente en el mundo, en medio de los grandes acontecimientos de la humanidad, y en los pequeños sucesos de los días sin relieve. Entonces sabremos darlo a conocer a los demás.

1 Lc 12, 54-59. — 2 Cfr. Conc. Vat. II, Const. Lumen gentium, 5. — 3 San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 116. — 4 Jn 7, 17. — 5 Pío XII, Enc. Humani generis, 12-VIII-1950. — 6 Cfr. J. Pieper, La fe, hoy, Palabra, Madrid 1968, pp. 107-117. — 7 San Teófilo de Antioquía, Libro 1, 2, 7. — 8 San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 13. — 9 Cfr. J. Pieper, loc. cit. — 10 San Agustín,Confesiones, 3, 1, 1. — 11 A. Luciani, Ilustrísimos señores, pp. 18-19.

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