
Cuando llegó el día de Pentecostés, todos los discípulos estaban reunidos, y quedaron llenos del Espíritu Santo
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DOMINGO DE PENTECOSTÉS
CICLO C
MISA DEL DÍA
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Textos bíblico-litúrgicos.- Entrada: Rom 5, 5; 10.11; 1era lectura: Hch 2, 1-11; Salmo: 103; 2da. Lectura: Rom 8, 8-17; Evangelio: Jn 14, 15-16.23b-26; Comunión: Hch 2, 4-11.
ANTÍFONA DE ENTRADA. Rom 5,5; 10.11
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya.
ORACIÓN COLECTA.
Oh Dios, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones; derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo.
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PRIMERA LECTURA, Hch 2, 1-11.
Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.
Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír aquel ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia, que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.
SALMO 103.- Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Bendice alma mía al Señor, ¡Dios mío, que grande eres! Cuántas son tus obras, Señor; la tierra está llena de tus criaturas.
Les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo; envías tu aliento y los creas, y repueblas la faz de la tierra.
Gloria a Dios para siempre, goce el Señor con sus obras. Que le sea agradable mi poema, y yo me alegraré con el Señor.
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SEGUNDA LECTURA, Rom 8, 8-17
Hermanos: Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo.
Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu, que habita en vosotros.
Así pues, hermanos, estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente. Pues si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios.
Habéis recibido no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: «¡Abba!» (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él para ser también con él glorificados.
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SECUENCIA
Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre; don, en tus dones espléndido; luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma, divina luz y enriquécenos. Mira el vacío del hombre, si tú le faltas por dentro; mira el poder del pecado, cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones, según la fe de tus siervos. Por tu bondad y tu gracia, dale al esfuerzo su mérito; salva al que busca salvarse y danos tu gozo eterno. Amén.
ACLAMACIÓN.- Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor. Aleluya.
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EVANGELIO, Jn 14, 15-16.23b-26.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que os dé otro defensor, que esté siempre con vosotros. El que me ama, guardará mis palabras, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Defensor, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
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PREFACIO DEL DOMINGO DE PENTECOSTÉS
En verdad es justo y necesario… darte gracias siempre y en todo lugar… Dios todopoderoso y eterno.
Pues, para llevar a plenitud el misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por su participación en Cristo.
Aquel mismo Espíritu que, desde el comienzo, fue el alma de la Iglesia naciente; el Espíritu que infundió el conocimiento de Dios a todos los pueblos; el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas.
Por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría y también los coros celestiales… cantan sin cesar el himno de tu gloria: Santo, Santo, Santo…
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EJERCICIO PASCUAL: VEN, ESPÍRITU SANTO
Apreciado hermano, estimada hermana: Ha llegado el momento de coronar el ejercicio cuaresmal y pascual. Han sido noventa días de búsqueda del Señor. Han sido también noventa días en los que el Señor ha salido a nuestro encuentro un día tras otro.
Concluyendo la pascua, nosotros le presentamos al Señor, con alegría y satisfacción, nuestros esfuerzos. Mereció la pena. Ahora el Señor nos premiará con una nueva efusión del Espíritu Santo: una renovada sensibilidad para captar y seguir las inspiraciones del Espíritu.
Ayer y anteayer nos hemos centrado en el Padre y el Hijo. El Espíritu Santo, quizás sin darnos cuenta de ello, guió nuestro acercamiento. Hoy queremos tomar mayor conciencia del ser y de la acción del Espíritu en nuestras vidas.
Jesús al ascender a los cielos anunció a los discípulos el cumplimiento de la promesa del Espíritu realizada por el Padre en el antiguo Testamente, sobre todo a través de los profetas: vendrán días en que enviaré el Espíritu y la tierra entera se llenará del conocimiento del Señor. Dios había prometido una nueva ley escrita, no ya en piedra, sino en el corazón de los creyentes: les daré un corazón de carne; les arrancaré el corazón de piedra; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios.
Jesús rogó al Padre que cumpliera la promesa enviando el nuevo Consolador. Éste no traería nada nuevo, sino que les recordaría a los discípulos todo lo revelado por Jesús y se lo haría comprender perfectamente. El Espíritu vino sobre los discípulos tan pronto como Jesús fue glorificado: si no me voy, les dijo, no vendrá el Espíritu.
Pentecostés representa la irrupción del Espíritu que inaugura el nacimiento de la Iglesia, los últimos tiempos y la plenitud de la salvación. Dios ha cumplido su parte. Ahora nos toca a nosotros. Los discípulos experimentaron una profunda transformación. Comprendieron las Escrituras y todo el misterio de Jesús. Quedaron como enajenados por el Espíritu del Resucitado y salieron a predicar por todo el mundo la salvación en Cristo. Nació la Iglesia y con ella una nueva manera de ver la historia y de construir la sociedad como anticipo del Reino de Dios.
Pero, ojo, esta transformación es la herencia del Resucitado para todo el que cree. Venid a mí, gritaba Jesús, todos los que tenéis sed, y tomad gratis el agua de la vida. El don del Espíritu es para todos. Solamente hace falta reconocer que lo necesitamos. Reconocer que por naturaleza somos limitados, atrevidos, pecadores. Y entonces necesitamos nacer de arriba, de lo alto.
Hermano, hermana: vamos a pedir, o mejor agradecer, el don del Espíritu al finalizar estas “vivencias pascuales”. Claro que ya tienes el Espíritu, desde que recibiste el bautismo. Pero la cuestión es cómo lo tienes: si está suelto, vivo y actuante en ti o si lo tienes ignorado y casi anulado por tu pecado. Vamos a orar con toda sencillez ante quien sabemos nos ama y nos tiene reservadas muchas sorpresas.
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ORACIÓN AL ESPÍRITU SANTO
Espíritu divino, creo en ti como la tercera persona de la Santísima Trinidad. Te adoro y te invoco como el Santificador. Tú eres el abrazo del Padre y del Hijo, fuente de toda relación y comunión. Te doy gracias porque tú estás derramado en mi corazón. Aunque no tenga conciencia expresa de tu presencia, sé que tú guías todos mis buenos pensamientos y deseos. Tú me haces presente al Padre y al Hijo, y me inspiras el conocimiento y el amor a ellos.
Con toda reverencia me pongo en tu presencia, Espíritu Santo. Reconozco mi pobreza, y te invoco porque sé que eres “padre amoroso del pobre”. ¿Adónde iría, Señor, con mi pobreza? Ven, dulce huésped del alma, pues sin ti me abrumaría la mayor soledad. Tú que eres generoso en tus dones, ten misericordia de mí y lléname de tus gracias.
Te pido perdón, Espíritu Consolador, porque frecuentemente me olvido de ti. Con mi pecado te tengo entristecido. Perdóname. Por el contrario, quiero ser dócil a tus inspiraciones. Ten paciencia conmigo y no me dejes por imposible.
Al finalizar este ejercicio cuaresmal y pascual, ven Espíritu Santo, a mi vida y transfórmala sustancialmente. Quiero recibir como una renovación en toda mi persona, en toda mi existencia. Quiero ser una nueva criatura en Cristo. No quiero defraudar al Padre que tanto me valora y tanto espera de mí. No puedo traicionarle a Jesús que me amó y se entregó por mí. Ayúdame, pues me siento desvalido.
En fin, tú sabes mejor que nadie lo que me conviene. Ven, padre amoroso del pobre. Visita mi corazón. Mira mi pobreza y hasta mi propia miseria. Ven a calentar lo que está frío; a iluminar lo oscuro; a enderezar lo torcido; a curar las heridas; a suavizar lo duro; a endulzar la amargura; a calmar lo agresivo y violento. Ven, Espíritu Santificador con todas tus gracias: los dones y los frutos; para que me parezca más a Jesús y pueda glorificar al Padre.
Mira que estoy como la tierra reseca que espera la lluvia; espero el agua que limpia, refresca y fecunda. Quiero ser como la arcilla en manos del alfarero para que tú la modeles según los designios del Padre y la imagen del Hijo. Incluso, quiero ser una vasija nueva: si es preciso, rompe y quiebra mi vida, y hazme de nuevo. En fin, quiero ser como el leño que se deja invadir y penetrar por el fuego hasta transformarse en luz y calor. Ven, Espíritu Santo, tú que haces nuevas todas las cosas.
Ven, Espíritu del amor, y enséñame a imitar la generosidad del Padre celestial. Ven, Espíritu Santo, y enséñame a ser hijo en el Hijo de Dios, Jesucristo: que sea verdadero discípulo buscando siempre la gloria del Padre. Dame el celo y la pasión por el Reino que tenía Jesús. Quiero ser otro Cristo en el mundo. Quiero tener su mismo Espíritu para dejarme conducir por él con obsequiosa docilidad
Te doy gracias, Espíritu divino, por esta oración que me has inspirado y has presentado al Padre y al Hijo. Agradezco lo que has hecho en mí, lo que haces, y lo que harás en el futuro para gloria del Padre y contento del Hijo. Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo. Amén.
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