Médico peruano cambió una vida de éxito profesional para ser sacerdote

May 30, 2013
P. Pablo Augusto Meloni Navarro

P. Pablo Augusto Meloni Navarro

ACI/EWTN Noticias

El médico Pablo Augusto Meloni Navarro logró todo lo que se propuso en su vida profesional y llegó a uno de los más altos cargos en la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, Dios lo llamaba a algo diferente y a sus 56 años ha sido ordenado sacerdote en la Arquidiócesis de Lima.

El sábado pasado el ahora Padre Pablo recibió el sacramento del orden sacerdotal en la Catedral de Lima junto a seis jóvenes diáconos, y su historia de conversión ha sido objeto de varios reportajes en los medios de comunicación peruanos.

El doctor Meloni destacó en la práctica de la medicina, acumuló maestrías internacionales, dedicó mucho tiempo a la docencia universitaria, hizo carrera en el Ministerio de Salud del Perú y en diversos organismos de cooperación internacional para llegar a ser vicepresidente del Consejo Ejecutivo de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

“Todo lo anterior me parecía poco o nada”, contó el Padre Meloni a ACI Prensa. Después de 20 años de carrera y éxito, “sentía que en mi vida, tal vez tenía que hacer más, que lo que hacía era muy poco, una sed de poder estar con el Señor y poder llevar a la gente a que se encuentre con Jesús, era lo que mejor que le podía pasar a una persona”, afirmó.

El Padre Meloni, ingresó al Seminario Santo Toribio de Mogrovejo en la ciudad de Lima (Perú) a la edad de 51 años.

“Yo era de esos llamados católicos a mi manera”, recordó el sacerdote y señaló que se creía una buena persona porque “hacía oración”, iba a Misa “por compromisos sociales y de vez en cuando un domingo”.

“La oración y la Misa estaban presentes en mi vida, pero no con una intensidad y una cercanía que pudiera realmente darme cuenta de cuál era el sentido último y final de la experiencia humana y de mi existencia vital”, afirmó.

Su “proceso de conversión y de cambio” comenzó cuando su madre, entonces de 80 años de edad, le comentó que “se estaba olvidando de rezar”. “Yo pensé como médico, que estaba teniendo algún problema de memoria”, recuerda el presbítero y se ofreció a rezar con ella “pensando que le iba a hacer un ejercicio intelectual para reforzar su memoria”.

“Ella rezaba el Rosario. Yo no sabía exactamente qué era, pero la seguía, rezando con ella yo veía que se dormía y se quedaba con una paz, una tranquilidad que me estremecía”.

Un día su madre le recordó que no estaba confirmado y le aconsejó recibir este sacramento. Para no contradecirla le dijo que lo haría, aunque pensaba que no lo necesitaba.

Tras la muerte de su su madre, durante una Misa en la Parroquia Santísima Cruz en el distrito limeño de Barranco, escuchó sobre un programa de catequesis de confirmación de adultos y se inscribió “pensando que podría ser un homenaje póstumo a mi madre”.

“Inicialmente me sentí un poco extraño y me decía ¿qué hago acá?”, recordó el sacerdote. “Lo que me parecía más extraño es que lo empecé a disfrutar y empecé a ir a Misa todos los domingos, y en algún momento llegué a la conclusión de lo que había perdido durante mi vida, tantos años sin ir a Misa”.

“Me parecía una cosa hermosísima y entonces pensé que para poder recuperar el tiempo perdido tenía que ir a Misa todos los días”.

A partir de ahí, su vida empezó a organizarse en torno a la catequesis y la Misa diaria. “Empecé a hacer oración de manera más ordenada”, y las cosas que “antes me habían apasionado de mi trabajo, de mi vida personal y social, empezaron a perder importancia”.

Cuando esto pasó “pensé que estaba empezando a tener un problema psicológico, algún problema de salud mental”, así que consultó con algunos amigos que le dijeron que todo estaba bien.

Un día se enteró que una persona de su edad podía ser sacerdote y “esa idea no salió de mi cabeza, la tenía permanentemente rondando”. Contó con el acompañamiento de un sacerdote y empezó un proceso de dirección espiritual y de discernimiento.

Tuvo una entrevista con el rector del Seminario Santo Toribio de Mogrovejo, quien resultó haber sido también médico, “lo cual ayudó a confirmar que mi experiencia no era única, ni exclusiva, sino que muchas personas tal vez cientos y miles de persona en distintos lugares” habían sentido lo mismo.

Tras leer “Las Confesiones de San Agustín”, decidió ingresar al seminario y cambiar radicalmente de vida. En el año 2011 fue ordenado diácono y fue ordenado sacerdote en el mes de mayo dedicado a la Virgen María, a quien el Padre Meloni considera la la inspiración para seguir siempre “en este camino de discipulado y de apostolado”.

“Yo la vinculo a la figura de mi madre biológica,(…) María la primera creyente, el modelo de discípula y sobre todo, nos muestra a Jesús fruto bendito de su vientre”.

El nuevo sacerdote invitó a aquellos que sientan el llamado a una edad adulta a no tener miedo “porque Jesús nos llama a todos, o a vida consagrada, o como clérigos, o a la vida laical, pero nos llama a la santidad y él nunca nos va a defraudar”.

“No hay nada que la mente más ambiciosa de ningún ser humano pueda superar lo que el Señor tiene pensado para cada uno de nosotros, confiemos en él, entreguémonos y abramos nuestro corazón porque en él tenemos al amigo seguro que nos lleva al Padre. Espero que nos sigan acompañando en su oración a todos los que vamos a recibir este don y misterio que es la vocación sacerdotal”, concluyó.


El maná de cada día, 30.5.13

May 30, 2013

Jueves de la 8ª semana del Tiempo Ordinario

Y al momento recobró la vista

Y al momento recobró la vista



PRIMERA LECTURA: Eclesiástico 42, 15-16

Voy a recordar las obras de Dios y a contar lo que he visto: por la palabra de Dios son creadas y de su voluntad reciben su tarea. El sol sale mostrándose a todos, la gloria del Señor a todas sus obras. Aun los santos de Dios no bastaron para contar las maravillas del Señor.

Dios fortaleció sus ejércitos, para que estén firmes en presencia de su gloria. Sondea el abismo y el corazón, penetra todas sus tramas, declara el pasado y el futuro y revela los misterios escondidos. No se le oculta ningún pensamiento ni se le escapa palabra alguna. Ha establecido el poder de su sabiduría, es el único desde la eternidad; no puede crecer ni menguar ni le hace falta un maestro.

¡Qué amables son todas tus obras! Y eso que no vemos más que una chispa. Todas viven y duran eternamente y obedecen en todas sus funciones. Todas difieren unas de otras, y no ha hecho ninguna inútil. Una excede a otra en belleza: ¿quién se saciará de contemplar su hermosura?



SALMO 32

La palabra de Dios hizo el cielo.

Dad gracias al Señor con la cítara, tocad en su honor el arpa de diez cuerdas; cantadle un cántico nuevo, acompañando a los vítores con bordones.

Que la palabra del Señor es sincera, y todas sus acciones son leales; él ama la justicia y el derecho, y su misericordia llena la tierra.

La palabra del Señor hizo el cielo, el aliento de su boca, sus ejércitos; encierra en un odre las aguas marinas, mete en un depósito el océano.

Tema al Señor la tierra entera, tiemblen ante él los habitantes del orbe: porque él lo dijo, y existió, él lo mandó y surgió.


Aclamación antes del Evangelio: Jn 8, 12b

Yo soy la luz del mundo -dice el Señor-; el que me sigue tendrá la luz de la vida.



EVANGELIO: Marcos 10, 46-52

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna.

Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»

Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»

Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
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SOLTÓ EL MANTO

La ceguera de quien no quiere verse en el espejo de su propia condición pecaminosa es peor y más grave que la de aquel ciego Bartimeo que, sentado al borde del camino, pedía a todos un poco de limosna. Al oír que pasaba Jesús gritaba con fuerza: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Los demás, por miedo a quedar mal o hacer el ridículo ante Maestro tan reputado, protestaban y le regañaban para que se callara.

Bartimeo, en cambio, sin preocuparle lo que los demás pensaran de él, al oír que Jesús le llamaba, soltó su manto y, dando un salto, corrió hacia él. Jesús le regaló la gran limosna de ver muy de cerca aquellos ojos misericordiosos y divinos que curaron, sobre todo, la ceguera de su alma.

Aquel día, de entre todos los discípulos que seguían de cerca al Maestro, sólo los ojos de Bartimeo conocieron verdaderamente el rostro del Señor, porque sólo él tuvo la valentía de quitarse el manto de su propio yo y ponerse ante el Señor que pasaba tal como era: pobre y ciego.

Necesitamos cubrir la indigencia de nuestra condición humana con los ropajes y adornos de las propias compensaciones, de las aparentes seguridades, del aprecio y la aprobación del mundo, de la buena opinión de los demás. Cuántos defectos, manías, pecados, omisiones, pensamientos egoístas y rebuscados, críticas y torcidas intenciones ocultamos detrás del ropaje artificioso de esa imagen irreal, que tanto nos esforzamos por mantener como verdadera ante nosotros mismos y ante los demás.

Cuánta mediocridad de vida revestida con los harapos y jirones de nuestras justificaciones y excusas. Bajo el manto de una falsa virtud y de la apariencia de bien escondemos muchas veces la hipocresía de creer que nuestra vida espiritual y nuestra relación con Dios es como debe ser: nada exagerada, moderada, correcta y al uso de los tiempos que corren.

Incluso en el orden espiritual nos cuesta tanto aceptarnos tal como somos que, sin darnos cuenta, terminamos por esconder y disimular nuestro verdadero yo bajo el manto quejumbroso y lastimero de un “no puedo” que, en el fondo y aunque nunca lo reconozcamos, es un “no quiero” y un “no me apetece”.

No tengas miedo a amar lo que eres y a aceptarte tal como eres. No tengas miedo a reconocer ante Dios y ante ti mismo la pobreza de tus defectos y limitaciones o la ceguera de tus pecados. Aunque los demás te manden callar o alaben la vistosidad y belleza de tu manto, deja que Cristo pase por tu vida, cure la ceguera de tu alma y revista con la riqueza de su gracia la desnudez de tu pobreza espiritual.

Mejor ser un pobre Bartimeo que acompañar al Maestro en su camino y contarnos entre los seguidores y discípulos que, cegados por la oscuridad de su soberbia, nunca se atrevieron a pedirle la limosna de ver.

Mater Dei