MARÍA dijo:
«Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava.»
San Beda el Venerable trata de introducirse en los sentimientos de la Virgen María, una vez dado su consentimiento al mensaje del Ángel, y los describe bellamente con estas palabras:
«El Señor -dice- me ha engrandecido con un don tan inmenso y tan inaudito, que no hay posibilidad de explicarlo con palabras, ni apenas el afecto más profundo del corazón es capaz de comprenderlo; por ello ofrezco todas las fuerzas del alma en acción de gracias, y me dedico con todo mi ser, mis sentidos y mi inteligencia a contemplar con agradecimiento la grandeza de aquel que no tiene fin, ya que mi espíritu se complace en la eterna divinidad de Jesús, mi salvador, con cuya temporal concepción ha quedado fecundada mi carne.»
MARÍA prosigue:
«Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación».
En estos días santos, nosotros con gusto aceptamos la invitación de María a proclamar las grandezas de nuestro Dios. Pues él ha estado grande con nosotros en el misterio de la Navidad, al desposarse, a través de María y en ella misma, con la humanidad entera, con la Iglesia, con cada uno de nosotros.
Por eso, con alegría alabamos a Dios saludando a María de muchas maneras, pero particularmente con el Avemaría. Con esta plegaria, que a continuación comentaré, nos unimos a todas las generaciones que proclaman dichosa y siempre bienaventurada a la Virgen María, Madre de Dios y madre nuestra.
Como se hizo con la oración del «Ángelus», hoy comentaré el «Avemaría», brevemente y en clave trinitaria.
Dios te salve, María: Dios Padre pronuncia el nombre de María eternamente y proyecta sobre ella un maravilloso plan para dar vida a los hombres y salvarlos de todo mal. Es el mejor proyecto que el Padre ha podido imaginar, como Dios, desde toda la eternidad.
Llena eres de gracia: Dios Hijo le concede a María ser totalmente fiel al plan del Padre en todas las posibilidades. El Hijo, que es la respuesta perfecta al Padre, capacita a María para que corresponda plenamente al Padre: para que no defraude en nada las expectativas del Padre que quiere que todos los hombres se salven.
El Señor está contigo: Dios Espíritu Santo inunda a María de la santidad divina hasta desposarse con ella para hacer presente a Dios en el mundo en la persona del Verbo: Jesús, Dios y hombre verdadero; “Dios con nosotros”.
Así, el Padre, el Hijo y el Espíritu no pudieron hacer más con una criatura de lo que hicieron y siguen haciendo en María, con María y por María. Ella es plenamente dichosa: ”Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea pues todo un Dios se recrea en tan graciosa belleza”.
Bendita tú eres entre todas las mujeres: Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza, hombre y mujer. Ambos reflejan la gloria de Dios de manera específica: varonil y femenina. María es la encarnación perfecta de la ternura, el amor y la belleza de Dios en la expresión femenina.
Por eso, es la gloria y el honor ante Dios de todas las mujeres, desde siempre y para siempre. Por la gracia de Dios, María es mujer única, bendita entre todas las mujeres.
Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús: Toda mujer está llamada a ser madre: espiritual o materialmente. María fue tan anegada por el poder y el amor de Dios que se convirtió en su esposa; ella, con el poder de Dios, ha transmitido la vida de Dios y la vida humana a un ser único, Jesús, Dios y hombre verdadero.
María es la mujer más fecunda, plena y feliz: la madre del hombre más bello nacido de mujer, que es a la vez Hijo del Altísimo. María fue pura transparencia y gratuidad: Cuanto recibe de Dios, no lo retiene para sí, lo devuelve a Dios, y, en él, lo da a los hombres. Por eso es el orgullo de nuestra raza.
Santa María, Madre de Dios: Ella es santísima entre los santos por ser la madre de Dios. Ahí reside toda su grandeza; en que es verdaderamente madre de Dios, madre del mismo que la creó en el tiempo.
Ruega por nosotros, pecadores: A esta criatura excepcional le pedimos que ruegue por nosotros que somos pecadores. Nuestro pecado consiste en no acabar de fiarnos de Dios; en no permitirle actuar en nosotros como a él le plazca, como él haya dispuesto. María sí le dejó a Dios las manos totalmente libres, y por eso,
Dios se glorificó y se sigue glorificando en ella: como sólo Dios Padre puede imaginar, como sólo Dios Hijo puede agraciar, y como sólo Dios Espíritu Santo puede vivificar.
En este misterio de la encarnación san José, varón justo, tuvo su parte importantísima que no detallamos ahora. Pero sí recogemos la exhortación del ángel: “José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo; ella dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús…
Y José la recibió en su casa”. Nosotros debemos imitar a José acogiendo la acción de Dios en los demás, en la Iglesia, en el mundo, aunque nos sorprenda y no entendamos, superando así el pecado de la envidia y de la soberbia que juzga a los demás y a Dios. Así seremos justos.
Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén: Conscientes de nuestra condición de debilidad, pedimos a María que la gracia de Dios nos acompañe en cada momento de nuestra existencia, pero particularmente en los últimos acontecimientos de la vida, en la hora de la muerte. Así podremos gozar de Dios para siempre junto a ella, nuestra madre en la fe, que nos ha precedido y reina ahora en los cielos. Amén.