Recolección Agustiniana (2 de 2)

Convento de San Millán de la Cogolla, Monasterio de Yuso. Agustinos Recoletos

(Continúa)

6. Actualidad de la espiritualidad recoleta

La reflexión postconciliar ha concretado las aspiraciones de la Recolección primitiva en tres vocablos: interioridad, comunidad y apostolado. Y ha visto en ellos una respuesta válida a tres exigencias básicas del cristiano. La contemplación satisface su sed de soledad y de absoluto. La comunidad sale al encuentro de las exigencias de su naturaleza social, y el apostolado responde al mandato misionero de Cristo.

Son, además, remedios utilísimos de tres grandes males de nuestro mundo actual: la dispersión, el individualismo y el relativismo; y equipan al religioso para sostener con éxito el triple combate de la unificación de la persona, de su sociabilidad y de su vocación apostólica.

La reforma recoleta fue una protesta contra la mediocridad y la rutina, protagonizada por gente radical, que quería señalarse en el servicio de su Señor; gente consciente de la inmensidad de Dios y de que siempre queda mucho de él por conocer y amar; de que no es propio del hombre pararse a contemplar con fruición el camino recorrido cuando queda tanto por descubrir.

Su recuerdo estimula, por un lado, a buscar modos de convertir nuestras comunidades en lugares donde los fieles encuentren las facilidades, las técnicas y los maestros de oración que pedía Juan Pablo II al constatar el eco que hoy encuentran las religiones orientales; y, por otro, a abrirse al mundo circunstante.

La vivencia comunitaria debe traspasar los umbrales del convento y convertir a sus miembros, a sus parroquias y a sus colegios en agentes de solidaridad, de acogida y de diálogo.

La comunidad agustiniana tiene mucho de denuncia social, porque está construida no sobre las fuerzas que de ordinario rigen las colectividades –orgullo, ambición, afán de poder, rivalidad–, sino sobre la comunión y la búsqueda del otro. Con la puesta en común de cuanto son y cuanto poseen, sus miembros muestran la posibilidad de construir la sociedad sobre pilares más solidarios.

La regla de san Agustín «resuena como una protesta contra la desigualdad de una sociedad caracterizada por el egoísmo y el individualismo, por la sed de poseer, el orgullo y el afán del poder». La Recolección recogió sus valores y los revistió de un ropaje de sencillez, sobriedad y austeridad que los hace más tangibles.

La sobriedad y el silencio son rasgos constitutivos del alma recoleta. Ninguno de los dos encuentra mayor eco en nuestra cultura. Y cuando se llega a apreciar su valor, suele faltar valentía para acogerlos y transfundirlos a la vida práctica. Sin embargo, cada día va quedando más clara su actualidad, ya que salen al encuentro de dos de los males que más afligen a nuestro mundo.

La sobriedad, nombre actual de la penitencia, es el mejor antídoto contra el consumismo que tanto se depreca, pero que con tanto afán se persigue. Templa el carácter y dispone el alma a la oración y a la lucha. No sin razón afirmaba Agustín que quien no se abstiene de cosas lícitas está cerca de caer en las ilícitas: qui enim a nullis refrænat licitis, vicinus est et illicitis.

Un autorizado intérprete actual de su pensamiento, a pesar de ser consciente de las insidias que encierra, ve en la ascesis uno de los pocos rasgos que permiten identificar al religioso en el mundo de hoy.

También Juan Pablo II creía que la ascesis «es indispensable a la persona consagrada para permanecer fiel a la propia vocación y seguir a Jesús por el camino de la Cruz». Libera a las personas y a las comunidades «del egocentrismo y la sensualidad» y las capacita para dar «testimonio de las características que reviste la auténtica búsqueda de Dios, orillando el peligro de confundirla con la búsqueda sutil de sí mismas o con la fuga en la gnosis». El empeño ascético «es necesario para dilatar el corazón y abrirlo a la acogida del Señor y de los hermanos».

Benedicto XVI ha insistido en la necesidad de la ascética y en su inseparable conexión con la mística, al punto de no ser posible la una sin la otra. En un tiempo de fragmentación y fragilidad como es el nuestro, es necesario superar la dispersión del activismo y cultivar la unidad de la vida espiritual a través de la adquisición de una profunda mística y de una sólida ascética.

«Una vida simple, pobre, sobria, esencial y austera» ayuda al religioso a robustecer la respuesta vocacional, a afrontar las insidias del aburguesamiento y le acerca más a los menesterosos.

El rechazo de la ascesis y del esfuerzo desvela dos lagunas de la renovación postconciliar de la vida religiosa. La primera es una idea parcial, cuando no falsa, del hombre caído, que se manifiesta en la preeminencia que de ordinario se da al aspecto racional en la formación inicial y, sobre todo, en la permanente.

Es una confianza digna de los ilustrados del siglo XVIII, que creían que para cambiar al hombre bastaba con educar su entendimiento. La segunda sería la poca atención prestada a la acción de la gracia.

Agustín y los recoletos primitivos estaban convencidos de que sin el auxilio de la gracia el esfuerzo humano resulta estéril. La convicción intelectual es insuficiente para abrazarse decididamente con el bien , la voluntad humana se resiste a arrostrar las angosturas del camino que a él conduce  y a sacrificar los bienes terrenos para adquirir la margarita del evangelio .

El recogimiento es aún más necesario. Es un presupuesto esencial del hombre interior. La reflexión, la contemplación, la inquisición, la búsqueda incesante y otras actitudes afines son imprescindibles para quienes aspiran a ser dueños de su vida y de sus destinos.

Las constituciones preconciliares lo tenían por el adorno más hermoso de las órdenes –præcipuum omnium ordinum regularium decus-. El Kempis lo comparaba al terreno fértil en que crece vigorosa la virtud: In silentio et quiete proficit anima devota.

Sin interioridad el hombre es pura superficialidad, sin consistencia interna, un ser siempre a la deriva, víctima de la emoción del momento, de la moda, de la voz que más grita o del viento que más sopla.

Séneca advirtió que la primera señal de un ánimo equilibrado es la capacidad de detenerse y permanecer en compañía de sí mismo: primum argumentum compositæ mentis existimo posse esse consistere et secum morari.

Agustín hizo suyo ese pensamiento y lo enriqueció con las célebres fórmulas en que resumió su teoría sobre la interioridad: Noli foras ire, in te ipsum redi, in interiore homine habitat veritas […]; transcende teipsum.

Sólo en nuestra recámara interior, decían los recoletos del siglo XVI, nos encontramos con nosotros mismos y llegamos a conocer la verdad.

Hoy, más que nunca, es necesario pararse a pensar, distanciarse de lo que nos rodea y nos aturde, si queremos reencontrarnos con nosotros mismos y encontrar al Dios que habita en nosotros: «Regresa primero a tu corazón, tú que andas desterrado y errante. ¿A dónde? Al Señor. […] Vuelve al corazón […]. Allí está la imagen de Dios. En el interior del hombre habita Cristo».

Ángel MARTÍNEZ CUESTA, OAR

Roma

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