El maná de cada día, 6.10.13

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Si tuvierais fe como un granito de mostaza

Si tuvierais fe como un granito de mostaza



Antífona de entrada

En tu poder, Señor, está todo: nadie puede resistir a tu decisión. Tú creaste el cielo y la tierra y las maravillas todas que hay bajo el cielo. Tú eres dueño del universo.


Oración colecta

Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y deseos de los que te suplican, derrama sobre nosotros tu misericordia, para que libres nuestra conciencia de toda inquietud y nos concedas aun aquello que no nos atrevemos a pedir. Por nuestro Señor Jesucristo.


PRIMERA LECTURA: Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4

¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Te gritaré: «Violencia», sin que me salves? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?

El Señor me respondió así: «Escribe la visión, grábala en tablillas, de modo que se lea de corrido. La visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin retrasarse. El injusto tiene el alma hinchada, pero el justo vivirá por su fe.»


SALMO 94, 1-2.6-7.8-9

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón»

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía.

Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.»


SEGUNDA LECTURA: 2 Timoteo 1, 6-8.13-14

Reaviva el don de Dios, que recibiste cuando te impuse las manos; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio.

No te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor y de mí, su prisionero.

Toma parte en los duros trabajos del Evangelio, según la fuerza de Dios.

Ten delante la visión que yo te di con mis palabras sensatas y vive con fe y amor en Cristo Jesús.

Guarda este precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros.


Aclamación antes del Evangelio: 1 P 1, 25

La palabra del Señor permanece para siempre; y esa palabra es el Evangelio que os anunciamos.


EVANGELIO: Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.»

El Señor contestó: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: «Arráncate de raíz y plántate en el mar.» Y os obedecería.

Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: «En seguida, ven y ponte a la mesa»? ¿No le diréis: «Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú»? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado?

Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer.»»


Antífona de la comunión Lm 3, 25

Bueno es el Señor para el que espera en él, para el alma que le busca.
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AUMENTAR LA FE

P. Francisco Fernández Carvajal/Homilética.org

— Avivar continuamente el amor a Dios.

— Pedir al Señor una fe firme, que influya en todas nuestras obras.

— Actos de fe.

I. La liturgia de este domingo se centra en la virtud de la fe, En la Primera lectura1 el Profeta Habacuc se lamenta ante el Señor del triunfo del mal, tanto en el pueblo castigado por medio del invasor, como por los mismos escándalos de este. ¿Hasta cuándo clamaré, Señor…? (…). ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes…», se queja el Profeta.

El Señor le responde al fin con una visión en la que le exhorta a la paciencia y a la esperanza, pues llegará el día en que los malos serán castigados: la visión espera su momento, se acerca su término y no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin echarse atrás. Sucumbirá quien no tenga su alma recta, pero el justo vivirá por la fe.

Aun cuando en ocasiones pueda parecer que triunfa el mal y quienes lo llevan a cabo, como si Dios no existiese, llegará a cada uno su día y se verá que realmente ha salido vencedor quien ha mantenido su fidelidad al Señor. Vivir de fe es entender que Dios nos llama cada día y en cada momento a vivir, con alegría, como hijos suyos, siendo pacientes y teniendo puesta la esperanza en Él.

En la Segunda lectura2, San Pablo exhorta a Timoteo a mantenerse firme en la vocación recibida y a llenarse de fortaleza para proclamar la verdad sin respetos humanos: Aviva el fuego de la gracia de Dios…; porque Dios no nos ha dado un espíritu cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros trabajos del Evangelio… Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza»; y así ocurre cuando la caridad está cubierta por la tibieza o por los respetos humanos3.

La fortaleza ante un ambiente adverso y la capacidad de dar a conocer, en cualquier lugar, la doctrina de Cristo, de participar en los duros trabajos del Evangelio, viene determinada por la vida interior, por el amor a Dios, que hemos de avivar continuamente, como una hoguera, con una fe cada vez más encendida.

Esto es lo que le pedimos al Señor: Dios todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y los deseos de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia…4, concédenos aun aquello que no nos atrevemos a pedir5, una fe firme que avive nuestro amor, para superar nuestras propias flaquezas y para ser testimonios vivos allí donde se desarrolla nuestra vida.

«¡Qué diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su existencia vacía, expuestos como veletas a la “variabilidad” de las circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza, en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural!»6.

¡Qué fuerza comunica la fe! Con ella superamos los obstáculos de un ambiente adverso y las dificultades personales, con frecuencia más difíciles de vencer.

II. Existe una fe muerta, que no salva: es la fe sin obras7, que se muestra en actos llevados a cabo a espaldas de la fe, en una falta de coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Existe también una «fe dormida», «esa forma pusilánime y floja de vivir las exigencias de la fe que todos conocemos con el nombre de tibieza. En la práctica, la tibieza es la insidia más solapada que puede hacerse a la fe de un cristiano, incluso de lo que muchos llamarían un buen cristiano»8.

Necesitamos nosotros una fe firme, que nos lleve a alcanzar metas que están por encima de nuestras fuerzas y que allane los obstáculos y supere los «imposibles» en nuestra tarea apostólica. Es esta virtud la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos y nos permite juzgar rectamente de todas las cosas.

«Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la Palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en quien vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 28), buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden al fin del hombre»9.

En ocasiones Jesús llama a los Apóstoles hombres de poca fe10, pues no estaban a la altura de las circunstancias. Está el Mesías con ellos y tiemblan de miedo ante una tempestad en el mar11 o se preocupan excesivamente por el futuro12, cuando es el mismo Creador el que les ha llamado a seguirle. El Evangelio de la Misa nos presenta a los Apóstoles que, conscientes de su fe escasa, le piden a Jesús: Auméntanos la fe13.

Así lo hizo el Señor, pues todos terminarían dando su vida, supremo testimonio de la fe, por atestiguar su firme adhesión a Cristo y a sus enseñanzas. Se cumplió la Palabra del Señor: Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería. La transformación de las almas de quienes se cruzaron en su camino fue un milagro aún mayor.

También nosotros nos encontramos en ocasiones faltos de fe, como los Apóstoles, ante dificultades, carencia de medios… Tenemos necesidad de más fe. Y esta se aumenta con la petición asidua, con la correspondencia a las gracias que recibimos, con actos de fe. «Nos falta fe. El día en que vivamos esta virtud –confiando en Dios y en su Madre–, seremos valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por nuestras manos.

»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»14.

III. ¡Señor, auméntanos la fe! ¡Qué estupenda jaculatoria para que se la repitamos al Señor muchas veces! Y junto a la petición, el ejercicio frecuente de esta virtud: cuando nos encontremos en alguna necesidad, en el peligro, cuando nos veamos débiles, ante el dolor, en las dificultades del apostolado, cuando parece que las almas no responden… cuando nos encontremos delante del Sagrario.

Muchos actos de fe hemos de hacer en la oración y en la Santa Misa. Se cuenta de Santo Tomás que cuando miraba la Sagrada Forma, al elevarla en el momento de la Consagración, repetía: Tu rex gloriae, Christe; tu Patris sempiternus es Filius, «Tú eres el rey de la gloria, Tú eres el Hijo sempiterno del Padre».

Y San Josemaría Escrivá solía decir interiormente en esos mismos instantes: Adauge nobis fidem, spem et charitatem, «auméntanos la fe, la esperanza y la caridad», y Adoro te devote, latens deitas, «Te adoro con devoción, Dios escondido», mientras hacía la genuflexión15.

Muchos fieles tienen la costumbre de repetir devotamente en ese momento, con la mirada puesta en el Santísimo Sacramento, aquella exclamación del Apóstol Tomás ante Jesús resucitado: ¡Señor mío y Dios mío! De cualquier forma, no podemos dejar que pase esa oportunidad sin manifestar al Señor nuestra fe y nuestro amor.

A pesar del afán por formarnos, por conocer cada vez mejor a Cristo, es posible que alguna vez nuestra fe vacile o tengamos temores y respetos humanos para manifestarla. La fe es un don de Dios que nuestra poquedad a veces no puede sostener. En ocasiones es tan pequeña como un granito de mostaza.

No nos sorprendamos por nuestra debilidad, pues Dios cuenta con ella. Imitemos a los Apóstoles cuando se dan cuenta de que todo aquello que ven y oyen les supera. Pidámosle entonces, a través de Nuestra Señora y con la humildad de los discípulos, que aumente nuestra fe, para que, como ellos, podamos ser fieles hasta el final de nuestros días y llevemos a muchos hasta Él, como hicieron quienes le han seguido de cerca en todos los tiempos.

Nuestra Madre Santa María será siempre el punto de apoyo donde encontrará firmeza la fe y la esperanza, pero de modo muy particular cuando nos sintamos más débiles y necesitados, cuando nos veamos con menos fuerzas.

«Nosotros, los pecadores, sabemos que Ella es nuestra Abogada, que jamás se cansa de tendernos su mano una y otra vez, tantas cuantas caemos y hacemos ademán de levantarnos; nosotros, los que andamos por la vida a trancas y barrancas, que somos débiles hasta no poder evitar que nos lleguen a lo más vivo esas aflicciones que son condición de la humana naturaleza, nosotros sabemos que es el consuelo de los afligidos, el refugio donde, en último término, podemos encontrar un poco de paz, un poco de serenidad, ese peculiar consuelo que solo una madre puede dar y que hace que todo vuelva a estar bien de nuevo.

Nosotros sabemos también que, en esos momentos en que nuestra impotencia se manifiesta en términos casi de exasperación o de desesperación, cuando ya nadie puede hacer nada y nos sentimos absolutamente solos con nuestro dolor o nuestra vergüenza, arrinconados en un callejón sin salida, todavía Ella es nuestra esperanza, todavía es un punto de luz. Ella es aún el recurso cuando ya no hay a quien recurrir»16.

1 Hab 1, 2-3; 2, 2-4. — 2 2 Tim 1, 6-8; 13-14. — 3 Santo Tomás, Comentario a la Segunda Carta a los Corintios, 1, 6. — 4 Misal Romano, Oración colecta de la Misa. — 5 Ibídem. — 6 San Josemaría Escrivá, Surco, n. 73 . — 7 Cfr. Sant 2, 17. — 8 P. Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 138. — 9 Conc. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. — 10 Mt 8, 26; 6, 30. — 11 Cfr. Mt 8, 26. — 12 Cfr. Mt 6, 30. — 13 Lc 17, 5. — 14 San Josemaría Escrivá, Forja, n. 235. — 15 Cfr. A.Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p. 267 ss. — 16 F. Suárez, La puerta angosta, Rialp, 9ª ed. Madrid 1985, pp. 227-228.

1 Responses to El maná de cada día, 6.10.13

  1. FRANCISCO JOSÉ AUDIJE PACHECO dice:

    Si nos fijamos bien, nuestras oraciones consisten, primordialmente, en pedir cosas a Dios. Pedimos como los indigentes, somos unos insatisfechos, no tenemos más que necesidades. Pero no nos avergoncemos. Esa es la realidad del hombre. Aunque parezca muy fuerte, por mucho poder y dinero que posea, el hombre está vacío y solo ante su debilidad e insignificancia. Sin embargo, Dios no nos ha dejado a la deriva, ha enviado a su Hijo, Jesucristo, para que con su Palabra podamos saciarnos, llenando ese vacío que nos produce infelicidad. A lo largo de los días, el Señor nos va alimentando con su buena noticia. Hoy nos dice que tengamos fe, que sigamos pidiendo por nuestras necesidades, pues serán atendidas a tiempo. Y la Palabra de Dios se cumple siempre. Lo podemos constatar experimentalmente en la historia. Pero, seamos serios. No pongamos a Dios de siervo nuestro, no lo utilicemos para saciar nuestros caprichos. Eso sería convertir la religión en superstición, no nos engañemos. Debemos pedir al Señor con humildad, poniéndonos en nuestro lugar, que es el de siervos. Y cuanto más altos estemos en el escalafón humano, más siervos de Dios nos debemos sentir, puesto que tendríamos la posibilidad de practicar más ampliamente el bien. Y como dice hoy Jesús, debemos mentalizarnos de que servir a Dios es el deber de todo hombre, es nuestro trabajo, nuestra misión. Estamos en la vida para ello. Por tanto, no nos vanagloriemos de ser santos, pues estamos llamados a serlo como seres humanos. Y ser santo, no es estar por encima de todos, sino todo lo contrario, ser santo es dar gloria a Dios con nuestro servicio humilde y desinteresado. El que cree esto, el que basa su fe en ponerse en las manos de Dios, para convertirse en instrumento divino en el mundo, ese será saciado, ese dejará de sentir el vacío y la necesidad de las cosas que verdaderamente importan. Y lo superfluo, los caprichos, dejarán de hostigarle y de amargarle la vida.

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